Opinión
Ilusión por todas las cosas

Kingdom Hearts
Es curioso cómo pensamos a partir de lo que nos enseñó a pensar de pequeñas. Siempre que me preguntan por qué la gente de mi generación habla tanto de Pokémon, acabo dando explicaciones larguísimas sobre cómo ante ciertas situaciones nos sale, para entendernos, ese relato común, es como cuando Pikachu se puso a llorar, es como cuando evolucionas a Metapod, que supongo que tendrá sus correspondencias con las obsesiones de otras generaciones pero para nosotres es así. La periodista Raquel Toste, hablando un día sobre esto, me contó que se había dado cuenta de que Pokémon nos resulta algo así como una mitología.
Y sí, la verdad es que sí: además de la referencialidad generacional sin más, creo que esa cosa de muchos seres imaginarios maravillosos que hacen cosas maravillosas y pertenecen a otro mundo que parece pertenecernos acentúa muchísimo el efecto. No sé, me hace gracia que algo tan aparentemente banal sea tan importante.
Todes tenemos nuestros primeros contactos con el mundo, con las ideas complejas y las emociones complejas que quizá ya dentro saltándonos un poquito pero de pronto la imagen exacta, la metáfora de situación exacta. Yo suelo pensar también en la saga de videojuegos Kingdom Hearts, una colaboración loquísima entre Disney y Square Enix que dio lugar a escenas muy raras en las que los personajes de Final Fantasy (es decir, personajes tipo anime, seriotes y malotes) conviven con personajes como el pato Donald o Winnie The Pooh.
A veces veo memes que dicen en plan: cómo quieres que sea normal si crecí normalizando esto. Me hace mucha gracia, y sobre todo me hace gracia ese solapamiento de lo niño y lo adolescente, de lo luminoso y lo oscuro, de lo profundo y lo despreocupado: o juegas a Kingdom Hearts demasiado pequeñe como para que ese tejido emocional oscuro sea algo con lo que ya estás familiarizade en las ficciones o juegas demasiado mayor como para que te parezca que esa intensidad se te debe rebajar con caídas graciosas y películas que ya crees que deberías haber olvidado.
Y ese choque es muy bonito. Porque, siendo más niñe, te abre una puertita a pensar en cuestiones en las que cuesta que te empujen a pensar. Siento más grande, te la abre a rebajar un poco esos temblores con tantos colores acogedores que te darían vergüenza en otro contexto. Quizá por eso vuelvo, sigo jugando. Los títulos de la saga me siguen enseñando cosas y a la vez me siguen devolviendo a mí misma, antes.
Justo de luz y oscuridad hablan estos juegos. Estas reflexiones quizá están un poco manidas, pero a los diez años me sorprendieron/enseñaron/se convirtieron en una mitología para mí: para que haya luz, debe haber oscuridad, y viceversa. La luz implica sombras, la sombra se da al iluminar.
Y la oscuridad existe porque sabemos que existe la luz: si no, no sería nada, no tendría nombre, sería una realidad absoluta intangible. Qué importante esta idea cuando estás sufriendo. Cuando pasa un poco de tiempo desde que abriste por primera vez la carátula de Kingdom Hearts II y empiezas a ver en el mundo una zona de penumbra larga como el mundo mismo.
A veces una se pierde en esa penumbra, y ayuda mucho entender que si la sentimos, si nos duele, si la tememos, es porque podría, y debería, claro, no estar. La pérdida duele por lo hermoso de haber tenido, y significa también seguir teniendo, porque si no, igual que la oscuridad, no sería nada.
El dolor nos asusta, la injusticia nos asusta, porque sabemos que puede iluminarse.
Y lo que nos machaca tanto es querer iluminarlo y no poder.
Ese desamparo es terrible. Y me pregunto con todas mis herramientas mamarrachas, con todos mis pokémon y todas mis películas de educación sentimental y todas mis obsesiones y certezas, qué podemos hacer con él.
No tengo mucha idea, pero quizá lo único que puede guiarnos es continuar con esa lógica luz-oscuridad: no olvidarnos de que las cosas no tienen por qué ser así, implicarnos, hacer lo que esté en nuestra mano, no perder una esperanza que no es de mentira sino tan real como esas conclusiones aprendidas en la infancia que nos parecen tan facilonas ahora y sin embargo.
Ni acomodarnos en la luz (tenerla nosotres quizá implica que en otro lado no se tiene) ni dejarnos romper por la existencia de la oscuridad. Y aferrarnos, supongo, a todo lo bueno de esta vida: buscarlo y acomodarlo y cuidarlo y no darlo por hecho pero sí por tenido y significante y la vida vale la pena por ello.
Es precioso cuando Judith Butler habla de la buena vida en lugar de hablar sobre la vida: garantizar la vida también implica trabajar para que la oscuridad no arrolle a nadie. A nadie. Todos los cuerpos se deben iluminar.
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