Opinión | OBSERVATORIO

Tribunal Constitucional y amnistía: reflexiones desde la perplejidad

Archivo - Vista de la fachada del Tribunal Constitucional

Archivo - Vista de la fachada del Tribunal Constitucional / Jesús Hellín - Europa Press - Archivo

Seis de los doce miembros del Tribunal Constitucional han avalado la constitucionalidad de la mayor parte de la Ley Orgánica 1/2024, de Amnistía para la normalización institucional, política y social en Cataluña. Se decreta la nulidad por inconstitucionalidad de tres apartados de la citada norma pero, pese a ello, la sentencia final ha salido adelante con esos seis votos a favor y mantiene la validez de la amnistía aprobada por las Cortes Generales.

No pretendo analizar en este breve artículo los más de trescientos folios del fallo, que incluyen los votos particulares de los magistrados discrepantes y el texto de la propia sentencia. Algunos consideran que la prohibición expresa a los indultos generales contenida en la Constitución conlleva necesariamente la prohibición de la amnistía. Algunos razonan lo contrario. Otros piensan que la aplicación de esta medida de gracia -sólo para los hechos ocurridos en Cataluña y en aquel concreto momento- supone una vulneración del derecho a la igualdad, en comparación con las condenas penales por hechos similares en otras partes del país y en el mismo espacio temporal, mientras que otros defienden lo opuesto. Unos entienden que la medida supone interferir en la labor del Poder Judicial dentro de un Estado de Derecho. Otros niegan tal afirmación. Numerosas posturas, pues, a favor y en contra a través de un extenso desarrollo.

Sin embargo, sí voy a permitirme realizar algunas reflexiones que trascienden a este caso concreto y que, en mi opinión, afectan a la esencia del modelo constitucional, que, de forma progresiva y constante, sufre tal mutación que le impide responder a los valores y principios que justificaron el nacimiento de las Constituciones y del movimiento constitucionalista a nivel mundial.

Una de las argumentaciones expresadas en la sentencia para considerar la amnistía ajustada a Derecho estriba en que se evidencia la necesidad de evitar la vía judicial como respuesta adecuada a los hechos acaecidos en Cataluña a raíz del denominado «procés». Se afirma, pues (siguiendo la propia justificación del Preámbulo de la Ley), que la tensión social y política existente en Cataluña se agravaría en tanto en cuanto el Poder Judicial procediera al enjuiciamiento de los sucesos conforme a las normas penales y sancionadoras vigentes. En otras palabras, no se cuestiona que los jueces aplicaran mal las normas. Ni siquiera que el Derecho sea obsoleto y haya que cambiarlo para adaptarlo a los nuevos tiempos, sino que la aplicación del Derecho no era entonces lo deseable.

Se reconoce en la sentencia que, de ningún modo, procede cuestionar la legitimidad de los procesos judiciales iniciados tras aquellos hechos acaecidos. Se manifiesta literalmente en la resolución que no se niega «que son quienes cometieron los actos ilícitos amnistiados los que situaron el conflicto subyacente fuera del ámbito de la política, al contravenir las reglas del marco democrático que a todos nos vinculan, y los que se expusieron, de ese modo, a la reacción legítima del Estado de Derecho». Pero, acto seguido, se habla de un interés público superior que justificaría la inaplicación del Derecho, de tal manera que sería legítimo que el Estado renunciara a sancionar los hechos ocurridos.

Esta idea de que la aplicación del Derecho por los jueces constituya una solución inadecuada se alza, en sí misma, como un contrasentido dentro de un Estado Social y Democrático de Derecho. La paradoja que esconde esa reflexión, cuando menos, asombra, y a quienes entendemos el Estado de Derecho y el principio de legalidad como necesaria aplicación de las leyes a los supuestos de hecho en ellas previstas nos invade una irremediable sensación de perplejidad y preocupación.

Leyendo esa parte de la sentencia, recordé de inmediato una frase de Theodore Roosevelt, vigesimosexto Presidente de los Estados Unidos: «If I must choose between righteousness and peace, I choose righteousness» («si tengo que elegir entre la justicia y la paz, elijo la justicia»). Evidentemente, los seis magistrados del TC no han realizado su elección siguiendo el criterio de Roosevelt. Y se trata, a mi modo de ver, de un peligroso razonamiento ya que, hasta el momento, tan sólo se contemplaban dos opciones: cumplir la ley o, si se consideraba inadecuada, cambiarla y, una vez modificada, aplicar la nueva.

Cualquier amnistía implica de forma necesaria el perdón por los delitos cometidos, pero tradicionalmente se enmarca dentro de una modificación de modelo que reniega de la legitimación del sistema derrocado para implantar uno nuevo. Si se pasa de una dictadura a una democracia, o una revolución derroca un régimen, lo juzgado o sancionado bajo el sistema depuesto no halla cabida ni legitimidad en el sobrevenido, por lo que las amnistías, fórmula habitual en estos tránsitos o variaciones de sistemas políticos, se sustentan en el cambio de legitimidad y en el cambio normativo. Sin embargo, en el caso que nos ocupa, proclamando idéntico sistema de gobierno, una misma legitimidad y el mismo Derecho aplicable, se defiende simplemente su no aplicación, por lo que resulta, como mínimo, asombroso.

A lo anterior se añaden determinados antecedentes previos a la toma de decisión sobre la sentencia que también merecen ser señalados. En primer lugar, los derivados de la propia composición del Pleno del Tribunal, al decidir por mayoría apartar al magistrado José María Macías de todos los recursos presentados contra la Ley de Amnistía, alegando que había perdido su imparcialidad para enjuiciar dicha ley, dado que cuando fue vocal del Consejo General del Poder Judicial participó en la emisión de un informe sobre tal norma. Se da la circunstancia de que, hace dos años, el mismo Tribunal Constitucional negó que la magistrada Concepción Espejel debiera apartarse de la deliberación sobre el recurso presentado contra la Ley del Aborto por haber, igualmente, formado parte del Consejo General del Poder Judicial que informó de dicha norma. En segundo lugar, el Tribunal se ha resistido a plantear una cuestión prejudicial o, en su defecto, a esperar a que el Tribunal de Justicia de la Unión Europea resuelva las cuestiones prejudiciales ya planteadas, por lo que el enjuiciamiento de esta medida dista todavía de estar cerrado.

Desde luego, este cúmulo de controversias no ayudan a apuntalar la confianza en la institución. En la Roma clásica, a la hora de abordar el uso del poder, se distinguía entre «potestas» y «auctoritas». La primera se refería a la capacidad para imponer una decisión basada en la ocupación de un determinado cargo público, que llevaba aparejada, en su caso, la utilización de la coacción y la fuerza. La segunda, sin embargo, se vinculaba al respeto que la ciudadanía depositaba en dicho cargo en atención al reconocimiento o el prestigio que ostentaba. Pues bien, quizá nuestro Tribunal Constitucional no haya perdido su potestad, pero sí está descuidando su autoridad.

Suscríbete para seguir leyendo

Tracking Pixel Contents