Opinión | LA CALLE NUEVA
Martín Girard nunca fue a la Plaza del Charco

La procesión de la cruz a su paso por la Plaza del Charco / Roberto Martín
Durante algunos años el mundo acababa para mí en la Plaza del Charco. Entonces, en torno a 1960, ahí acababa todo, pero todo empezaba. Un hombre, Genaro, que había vuelto de Venezuela, iba con un periódico bajo el brazo. Una vez me regaló un libro de Mario Zambrano, que él había traído de su exilio. Don Luis Castañeda, legendario republicano, se sentaba a ver pasar la vida con los calzones rotos, pobre pero rabiosamente digno, aguardando la resurrección civil de su pueblo.
Al otro lado de la plaza se sentaba don Antonio Castro, que nos daba educación física y que guardaba en su casa los restos de los uniformes de la Falange. En la taberna de Rolón yo revisaba con Salvador García Llanos nuestras respectivas maneras de escribir… de fútbol.
El quiosco de Miguel, en la misma plaza, era donde yo esperaba a que llegaran los periódicos. Y sobre todo a que llegara el Dicen, un periódico deportivo de Barcelona que marcó mi vida entera. Con ese periódico (que los lunes se llamaba Lean, de la misma empresa, con el mismo director) me pasaba yo los días y las semanas como si estuviera en Barcelona viendo el fútbol o a la gente del fútbol. Ahí se despertó una pasión por la ciudad, por el fútbol, por el Barcelona… y por Martín Girard.
Martín Girard, su figura, su escritura, hasta sus zapatos, pues tenía una sección, en Dicen, que mostraba sus suelas, llegó a ser una obsesión juvenil, una aparición requerida en un tiempo en que la Plaza del Charco estaba habitada por un solo extranjero, o foráneo, que resultó ser catalán.
Era don Tomas, que había traído a la ciudad de mi vida el regalo insólito de los columpios. Él chapurreaba el catalán/español con el que nos adoctrinaba o nos divertía, y cantaba mientras nos columpiaba. Decía, de sí mismo, como si nos regalara una advertencia: «Cuando yo era rico me llamaban don Tomás, ahora que no tengo nada me llaman Tomás no más». Lo decía cantado, y yo me lo aprendí como si fuera un ritual para vivir junto a don Tomás en la plaza de nuestras vidas.
Fue llegando gente al Dinámico, que era el sitio de los tertulianos ricos y de los tertulianos pobres. Vino de Argentina, y también de Siria, me parece. Fue una leyenda de mi vida, como lo era ya aquel Martín Girard. Ese argentino era Edmundo A. Esedín del Ródano, al que creíamos agente de la CIA, porque sabía idiomas y era muy culto, y entonces, cuando ya éramos mayorcitos, pensábamos que todo aquel un poco más ilustrado que la mayoría tenía que venir de fábrica con alguna anomalía que no nos gustara. Edmundo resultó ser la persona más extraordinaria de las que conocimos entonces y jamás lo olvido, como no olvido, naturalmente, a Martín Girard.
Lo que ocurrió con Martín Girard fue inaugural, extraordinario. De pronto sentí que alguien que escribía con aquella capacidad de síntesis y de alegría, de fútbol, de cualquier cosa, tenía que ser alguien sobrenatural en la sintaxis de la época. Al menos lo debía ser frente a la sintaxis que yo observaba de chico en los periódicos locales o en la radio de discos dedicados que era entonces la radiodifusión española.
Sus artículos de Dicen, sobre todo, me subyugaban porque animaban el fútbol con una literatura insólita, inesperada, ganada seguramente a partir de lecturas o educación que no debía estar al alcance de cualquiera en la época. No había, además, lugares comunes en las entrevistas que hacía, conseguía que los futbolistas y los entrenadores abandonaran los tópicos y se centraran en replicar a sus preguntas.
Aquella sintaxis y esa disponibilidad insólita para mezclar invención y respeto y para hacer que todo el mundo se sometiera a sus cuestionarios insólitos, hicieron que yo empezara a sospechar que aquel Martín Girard era en realidad un ser extraterritorial que algún día yo vería llegar a hacer entrevistas en la Plaza del Charco.
Para no parecer más excéntrico que lo que se pudiera tolerar en la época, jamás dije nada, pero era cierto que cada vez que yo veía llegar a la plaza a cualquier foráneo que fuera nuevo en este lugar de nuestras vidas yo sentía que ese tenía que ser Martin Girard, enviado especial seguramente a entrevistar a algunos de los genios del fútbol de mi pueblo, donde a un excelente delantero que se llamó Del Pino lo apodaban Di Stéfano.
Mi pasión por aquel genio del periodismo, Martín Girard, no tuvo la culpa, ni mi madre tampoco, cuando me convertí en ladrón por un momento. Fue en la plaza de Weyler de Santa Cruz, donde estaba el quiosco de prensa (y libros) de don Sixto, exrepublicano que afeaba a los que fueran a pedirle, en pleno franquismo, libros prohibidos por el Índice…
Para ir a los exámenes de bachillerato mi madre me traía en la guagua por la parada que daba a la librería de don Sixto. Allí vi el Dicen colgado. Sentí que tenía que llevármelo, para leer a Martin Girard. Cuando ya lo tenía en mis manos, un joven que era el hijo del librero me persiguió, ante el estupor enrabietado de mi madre («¡¿Qué has hecho, Juanillo?!»). A la vez, el hijo de Sixto gritaba, con el alma ofendida: «¡Niño, no se roba!»
Años después pasaron muchas cosas y yo me hice periodista, e incluso llegué a ser editor de libros. Conocí en persona a Martín Girard, escribí sobre él, lo entrevisté, ya con el nombre con el que nació, Gonzalo Suárez, y lo seguí admirando como aquel que me hizo soñar con su nombre cada vez que bajaba a la plaza a buscar el Dicen y, después, como el narrador y el cineasta que lleva siendo desde que dejó de ser el autor de las crónicas y de las entrevistas mejores que ha dado el periodismo español del siglo XX, al menos desde 1960. Ah, y también fui su editor. A mucha honra.
Aquel hijo de Sixto, Floreal Concepción, me hizo el honor, por cierto, de nombrarme seleccionador de futbolistas infantiles de la zona norte de Tenerife, algunos después de gritarme «¡Niño, no se roba!», y seguí siendo del Barça. Gonzalo Suárez es uno de mis mejores amigos, lo admiro por todas las cosas que hace o ha hecho. Y ahora que ha vuelto a publicar La suela de mis zapatos (Random House) he tenido el enorme placer de rejuvenecer con él, como si lo estuviera viendo entrar, a paso lento, oteando el horizonte, en la inolvidable plaza de mi pueblo.
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