Opinión | A babor
El presidente que pasaba por allí

Pedro Sánchez, este martes durante la cumbre de la ONU en Sevilla. / Pierre-Philippe Marcou / AFP
En la España de Sánchez, los casos de corrupción no tienen nada que ver con el Gobierno, ni con su partido, ni por supuesto con el presidente. Solo afectan al chófer, al asesor, al delegado, o al que casualmente estaba en todas partes presumiendo de ser un hombre del Uno, pero nunca obedeció órdenes. Santos Cerdán era el principal negociador del PSOE con el independentismo, el mediador con Bildu y Junts, el hombre que sostenía la legislatura con saliva y café. Hoy está en la cárcel. Y Sánchez, como siempre, no sabía nada. Ni quién era. Ni qué hacía. Ni por qué tenía despacho en Ferraz: «esa persona no tiene nada que ver con el PSOE», es la consigna. La repiten los ministros con obediencia de loro instruido.
De todos los personajes secundarios del sanchismo, Cerdán es sin duda el que más protagonismo ha tenido. Es el que viajaba a Suiza a pactar con Puigdemont y se retrataba con sonrisa institucional. El que abría las vías directas con Bildu, de la mano de un empresario ahora imputado, y negociaba en nombre del PSOE sin que nadie –¡sorpresa!– cuestionara jamás ninguno de sus movimientos. El que amarró apoyos, presupuestos, investiduras y cesiones estratégicas mientras Sánchez se hacía el bobo, como si no se enterara de nada. Sánchez sigue siendo hoy un genio del escapismo, un Houdini de rompe y rasga: cada vez que estalla un escándalo, el presidente ya se ha salido de la escena.
Pero esta vez no cuela. No es defendible, por mucho que se empeñen todos los tiralevitas de Moncloa y Ferraz, que Cerdán era un verso suelto. Era justo lo contrario, el tipo que organizaba pactos y coaliciones. El que, según ha declarado Otegi, ejercía como «interlocutor principal» con Bildu. El que se reunía con el líder de la izquierda abertzale poco después de salir este de prisión, en el coche de Antxon Alonso, socio de Cerdán en Servinabar, e implicado en la trama Koldo. Un tipo tan influyente que hasta los vascos del PNV le temen. Y tan eficaz que logró convencerlos de que había llegado el momento de tumbar a Rajoy. La moción de censura de 2018 no fue un acto de ética parlamentaria, sino una operación quirúrgica engrasada con concesiones y promesas. Aitor Esteban lo explicó en el Congreso con esa cara de vinagre ilustrado que pone en las grandes ocasiones: dijo que el PNV actuaba por convicción moral. Al día siguiente, Sánchez prometió gobernar con los presupuestos aprobados de Rajoy, incluyendo 540 millones para el País Vasco. Pero quieren hacernos creer que no fue un canje: fue telepatía legislativa.
En Navarra, el arte de la transacción alcanzó cotas de excelencia negociadora: Bildu permitió que María Chivite llegara al poder en 2019, y la sostuvo hasta su reelección en 2023. A cambio, el PSOE desalojó a UPN del Ayuntamiento de Pamplona, regaló la alcaldía a Joseba Asiron y apuntaló la nueva mayoría abertzale. Todo con Cerdán como negociador principal. Nada casual. Ni inocente. Ni improvisado. Tampoco lo fue su papel en el acercamiento al independentismo catalán: Cerdán fue la cara visible de la negociación con Junts, el enviado especial a los salones suizos donde se escenificaban las cesiones a Puigdemont, bajo la foto del procés que el PSOE mutiló en sus notas de prensa. Cerdán era el hombre que se sentaba con los mediadores internacionales mientras Sánchez hacía equilibrios entre el relato de la reconciliación y el espectáculo de la desmemoria. Y los impuestos de España pagaban las 30 monedas de plata.
¿Y qué dice ahora el presidente del Gobierno? Que no sabía, no veía, no escuchaba. Que no se lo pudo imaginar. Cierto que Cerdán era un hombre discreto y eficiente. Lo mismo dijo de Ábalos. Y de cualquiera que se caiga de la foto. Pero Sánchez miente: Cerdán fue el arquitecto de la censura y el apoyo independentista, el constructor de la mayoría, el hilo conductor de toda una estrategia para comprar apoyos, regalar competencias, garantizar mayorías y seguir en el poder a cualquier precio.
Pero todo ha cambiado, hasta Otegi lo admite: «el argumento de que la alternativa es peor ya no vale». Ni siquiera los independentistas están dispuestos a seguir tragando con la idea de que todo es tolerable si es contra el PP. Lo que piden ahora es una nueva legitimidad: más transferencias, más plurinacionalidad, más cuotas, el traspaso de la gestión económica de la Seguridad Social al País Vasco. Si Sánchez lo entrega todo, el PNV seguirá jugando con él. Si no, le harán caer.
Por eso, Sánchez interpreta su papel de mártir cornudo rodeado de traidores y señalando culpables: por culpa del fango, los bulos, la derecha, los jueces, los pseudomedios… nunca nada fue decisión suya. Si mañana se demuestra que Cerdán grababa a medio partido y guardaba las cintas en la caja fuerte de su despacho en Ferraz, Sánchez nos dirá que fue una iniciativa personal. Pero si es cierto que Cerdán urdió durante años una red de contactos, contratos, mordidas, pactos y nombramientos para mantener al PSOE en el poder y a Sánchez en Moncloa, entonces Sánchez no puede alegar ignorancia sin quedar como un tonto de la caja del agua: si lo sabía, es cómplice; si no lo sabía, es incompetente; si lo consintió, es responsable; y si no le importó… pues entonces Sánchez es exactamente el presidente que se merecen quienes todavía lo jalean y sostienen.
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