Opinión | Sangre de Drago

Fronteras y periferias

1.865 personas han muerto migrando a España de enero a mayo, según Caminando Fronteras

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Vivimos sobre superficies que damos por firmes, pero raramente nos preguntamos por la naturaleza del suelo que pisamos. Caminamos en lo cotidiano como si lo real nos perteneciera, como si la estabilidad del mundo fuera una concesión constante. Pero ¿y si lo real no estuviera bajo nuestros pies, sino enfrente, al margen, en fuga? ¿Y si la certeza no fuera más que un dibujo provisional que hacemos desde donde estamos situados?

El lugar desde el que asumimos la realidad nos la configura y nos obliga, de alguna manera, a abordar su consistencia. La podemos imaginar como una plataforma que está frente a nosotros, con delimitaciones claras, donde se dibujan los márgenes y el centro. Es, sin duda, una representación mental y, como tal, supuesta. Las periferias, como concepto, nos obligan a ubicar dónde está el centro del que esas realidades se separan llegando a los extremos. Pero ¿cuál es el centro de la realidad? ¿Acaso soy yo y mi capacidad de interactuar con ella? ¿Y por qué no reconocer que la periferia de la realidad soy yo, y el centro está fuera de mí? Esta reflexión no es inútil ni banal. No lo es porque nos está exigiendo un compromiso personal con lo real. Y si yo soy parte de esa realidad que pretendo conocer, y si el dinamismo es la nota fundamental de ella, todos debemos reconocer cuánto de periferia y de frontera tenemos, y lo complejo que es acceder a una hipotética centralidad.

Un puente une dos orillas. Y el río se convierte en límite y frontera de espacios distintos. Las orillas son distintas y dialogan entre sí. Las culturas, los idiomas, las experiencias acontecen en orillas, en espacios que entran en diálogo con otras orillas. Un mundo con fronteras culturales manifiesta más dinamismo que sustancialidades. Y son los puentes, después de la experiencia de traslado a nado, los que hacen que se reconozcan en la alteridad de las otras formas complementarias. Soy yo mismo en la medida en que descubro a otro distinto que me hace reconocerme. Ni yo ni él somos centro de nada real; somos parte de lo real y nos descubrimos ahí.

Imagina que la realidad es como un gran parque. A veces creemos que estamos justo en el centro del parque, que todo gira a nuestro alrededor. Pero si caminamos un poco, nos damos cuenta de que hay muchos rincones diferentes, con juegos, caminos, árboles, bancos… Y que otras personas también piensan que están en su propio centro. Entonces uno se pregunta: ¿dónde está realmente el centro? ¿Hay uno solo? ¿O será que todos estamos un poco en la orilla, intentando mirar hacia el centro, sin saber muy bien dónde está?

En la vida con otras personas pasa algo parecido. A veces creemos que nuestras ideas, nuestros gustos o nuestra manera de vivir son el centro de todo, como si los demás estuvieran en los bordes. Pero cuando escuchamos a otros, cuando hablamos con personas diferentes a nosotros —de otros lugares, con otras costumbres o formas de pensar—, nos damos cuenta de que también tienen razones, sentimientos y formas de ver el mundo que valen la pena. Entonces entendemos que nadie está en el centro del todo. Todos estamos un poco en las orillas, tratando de construir puentes para entendernos y vivir mejor juntos.

Cada vez que alguien se atreve a cruzar hacia la historia de otro, está ayudando a que el mundo sea un poco más habitable. No se trata de pensar igual, sino de reconocernos como parte de la misma realidad, de la misma humanidad. En ese espacio entre orillas, si hay puente, puede nacer la paz. Y en ese cruce compartido, lejos de imponer un centro único, descubrimos algo más grande: la posibilidad de una fraternidad universal, donde todos somos necesarios y nadie queda fuera.

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