Opinión | A babor

Por la foto

Ángel Víctor Torres se reúne con Fernando Clavijo para el reparto de menores migrantes que llegan a Canarias.

Ángel Víctor Torres se reúne con Fernando Clavijo para el reparto de menores migrantes que llegan a Canarias. / María Pisaca

La desconfianza de Canarias hacia el Estado no es pose victimista ni extravagancia insular. Es convicción forjada a base de promesas no cumplidas, chapuzas legislativas y una cultura institucional que desprecia los compromisos cuando no hay cámaras grabando. Lo que se ha vivido con la distribución de los menores migrantes no acompañados –y con los solicitantes de asilo– es la confirmación de una sospecha antigua: cuando hay que afrontar el problema, Madrid no está. Y si está, es por la foto.

Hace apenas unos días, la consejera de Bienestar Social, Candelaria Delgado, lanzó una advertencia desesperada: los traslados «tienen que empezar ya», no en agosto ni en septiembre, como prevé la ministra Rego. Esperar a agosto, dijo Delgado, es inviable. Lo es porque en verano se produce el mayor repunte de llegadas de pateras y cayucos, porque el sistema de acogida está desbordado, y porque el déficit presupuestario que arrastra Canarias por atender a los menores ronda ya los 140 millones de euros. Esperar otro mes más solo agravará el problema.

La respuesta del Estado, sin embargo, es esa evasiva que lleva resonando dos años en los tímpanos de las islas: «Estamos en ello», aseguran. La previsión es sacar en julio dos decretos –para ordenar la distribución de menores y reconocer la contingencia migratoria– y comenzar los traslados en agosto o septiembre, o cuando encaje mejor en la agenda. Porque el calendario lo marca el relato, no las necesidades.

Un relato, por cierto, muy trabajado, que nos habla de solidaridad, de derechos, de coordinación territorial y de equilibrio institucional. Pero en los hechos, lo que hay es una reforma legal recurrida ante el Constitucional por once comunidades autónomas –del PP y del PSOE– y un Gobierno central que insiste en que todo va bien, aunque los menores duerman hacinados. De los 22 millones previstos para el reparto, Canarias recibirá 8,5. Una cifra insuficiente para todos, salvo para quienes la aprueban. El reparto se ha convertido frívolamente en un campo de batalla donde cada actor persigue sus propios intereses: el Gobierno Sánchez –el mismo que no ha sido capaz en dos años de transferir el dinero prometido– quiere aparentar eficacia sin molestar a sus socios; las regiones denuncian inconstitucionalidad mientras se lavan las manos; y el ministro Torres se limita a aparecer cuando hay focos, usando el drama migratorio como subtrama de su psicodrama mediático.

El episodio de la semana pasada lo dejó todo más claro. El Gobierno canario tenía previsto formalizar con Madrid los términos del acuerdo para los traslados de los menores solicitantes de asilo. Torres, que no tenía vela en el asunto, exigió asistir al acto. El vicepresidente Manuel Domínguez, del PP, se negó a acudir si Torres estaba presente. Y tuvo Clavijo que intervenir para rediseñar la puesta en escena. No hablamos de un desacuerdo técnico, sino de protocolos y protagonismos, y de una competencia pueril por ver quién se cuelga la medalla, aunque lo cierto sea que no hay medalla alguna que colgarse.

La actitud de Torres no es nueva. Desde que Sánchez compensó su pérdida de poder con el cargo de ministro, ha convertido la política migratoria en su plató ambulante de cine mudo. Ni una palabra sobre los retrasos, ni un gesto hacia la presión que soporta el sistema canario, ni una autocrítica por haber ignorado durante meses las advertencias del Gobierno regional. Su agenda consiste en intervenir en los momentos justos para aparecer como garante de la solución. Aunque la solución no exista aún, ni se la espere con carácter inmediato.

En este contexto, el papel del Supremo ha sido clave. Fue su pronunciamiento, que obliga al Estado a garantizar el traslado de los menores a la Península, lo que forzó al Gobierno a reaccionar. Pero ni aún así lo ha hecho con diligencia. El diseño de los traslados se ha delegado a un comité ad hoc, los plazos se han alargado sin pudor y las comunidades que deberían acoger a los menores siguen sin hacerlo. Incluso el Ministerio justifica su incapacidad alegando que el proceso es «muy complejo», como si eso fuera excusa para eximir al Gobierno de cumplir con lo básico: proteger a los menores y respetar la legalidad.

Lo paradójico es que, incluso las comunidades del PP reconocen lo obvio. Cuando dicen que acogerán a los menores que lleguen, es «porque cumplirán con la ley». La misma ley que han recurrido. La que consideran una invasión competencial. Incoherencia y cinismo están a la orden del día. Mientras unos denuncian la imposición de traslados ilegales, otros se esfuerzan en demostrar que ya están recibiendo menores sin saber de dónde vienen. Entre esas acusaciones cruzadas, el único dato probado es que Canarias sigue sola, dejada de la mano. Es ya una costumbre.

Por eso, si Canarias no se fía del Estado, es porque ha aprendido. Sabe que los gestos y proclamas solidarias se escurren entre los pliegues del contexto. Impedirlo exige una política alejada del narcisismo y las tácticas de corto recorrido. Pero hoy por hoy, ni en Moncloa ni enfrente hay gente de verdad interesada en que eso cambie. El único cabo al que podemos aferrarnos es el que nos ha lanzado el Supremo. n

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