Opinión | La calle nueva
Krawietz

Alejandro Krawietz con su novela 'A los que entran'. / Andrés Gutiérrez
Hace años, cuando todo estaba por hacer, apareció en la casa de don Domingo Pérez Minik un muchacho que se llamaba Alejandro Krawietz, un escolar en busca de futuro. Él quería, y logró, una entrevista con aquel personaje singular de la historia de la literatura (y de la lectura) del siglo XX, en Canarias y por esos mundos. Una personalidad fuera de lo común: generoso y sutil, un maestro que no se daba importancia y que, en ese momento, además, ya le estaba diciendo adiós a la vida sin perder, ni por un instante, el sentido común, la alegría que le llevaba a mantener abierta su puerta (y su ventana, don Domingo siempre tenía las ventanas entreabiertas) para recibir a aquel que tuviera ganas de conocerlo o de hablarle.
Aquel muchacho le hizo la entrevista, ésta luego alcanzó el mérito de la publicación, y hoy es una reliquia que refleja dos universos: el de la inteligencia del autor de la Facción surrealista de Tenerife y el de la enorme curiosidad intelectual de Alejandro Krawietz, cuyo apellido extranjero es también una señal de que, dentro de su carácter isleño, este terruño encerrado, hay también un cosmopolita como el que ahora le da nombre a la calle Domingo Pérez Minik.
Una de las múltiples razones por las que ahora tendría que seguir don Domingo tiene que ver con Krawietz, precisamente, y es que aquel chico, que nació en 1970, y estudió para científico de la palabra, es poeta y narrador, crítico y lector, discípulo de tantos y maestro de tantos otros, ha publicado una novela extraordinaria que seguramente hubiera llenado de alegría a aquel gallo al rojo vivo.
No está, es evidente, don Domingo, ese eslabón en nuestra historia ya no podrá leer jamás nada de lo que ha escrito, y escribirá, el chico que llamó a su puerta. Pero sin duda alguna Krawietz parece haber seguido en la vida para explicar que su escritura rinde tributo a quienes, como aquel gallo santacrucero, consideran que contar no es tan solo explicar lo que ves, sino que es, sobre todo, un ejercicio de la imaginación y de la música y de la poesía que toda escritura tiene.
Este libro de Krawietz (A todos los que entran, Ediciones La Palma) es un desafío intelectual, un viaje a la mejor literatura, la de aquí y la de cualquier parte, la que no hace concesiones a lo banal y exige de sí misma, como exigían Borges o Joyce, que la palabra fuera más que una manzana o un cumplido: que la palabra sea pura literatura, de la soledad o de la nada, siempre literatura. Esta novela de Krawietz, que nace en tierra de grandes poetas y de escritores formidables, que en el siglo veinte dieron a la calle de las librerías y el mundo gente como Isaac de Vega, que ahora se sentiría retratado aquí, en esta ambición de calidad que cumple este escritor canario de raíz extranjera.
La novela de Krawietz cumple un deber literario, el de la calidad, pero también el de la poesía, y trata de la soledad en un mundo de lobos tristes como aquel que nos regalaron para la historia de nuestra juventud gente como aquel Isaac de Vega o como Alfonso García-Ramos, o como los poetas, entre ellos su amigo Andrés Sánchez Robayna, que hicieron de la calidad de su prosa, y de su poesía, un desafío a la escritura de multicopista que pasa a veces por prosa cuando en realidad es calcomanía.
Leí el libro subrayando, como si el tiempo me fuera a robar la memoria de esta profunda herida que él halla en el territorio de las islas. Escribe Krawietz: «Hay lugares en este planeta –y algunas aldeas apócrifas incluso en las Islas– en las que a pesar de la presencia incombustible de los turistas, del paso de los años y los empujes cosmopolitas de las salidas y entradas de viajeros, un martes por la tarde noche no hay otra actividad que la de mirar al tendido (las tres calles que desembocan en la plaza, el escaparate de la tienducha que fía la ropa y vende flotadores con forma de caimán y cangrejeras, las otras cátedras vacías de la terraza)». Y Guerra. Y Guerra.
La atmósfera isleña, de cualquier isla, está dentro de este libro como si este Krawietz que nació en 1970 hubiera vivido, precisamente entonces, en aquellas cuevas del Sur (del Sur de Tenerife, por ejemplo) antes de que este territorio que fue comanche fuera un erial de hambre y de miseria, y a él le hubieran contado esa atmósfera que ahora vive en su libro los campesinos perdidos dentro de las cuevas que entonces eran el refugio de la tristeza.
Razón tiene quien elogia el libro en esta edición de Ediciones La Palma, Melchor López, poeta como Krawietz. «Para entrar, para adentrase, en esta novela de Alejandro Krawietz, hace falta un lector bien pertrechado». Como en aquel Fetasa que lo precede, y que tantos parentescos tiene a mi gusto con la prosa de A todos los que entran, no hay concesiones a la algarabía, ni al lugar común; está escrito el libro, como escribían Joyce o García Márquez, buscando en lo que la imaginación le da acceso al pasado, como si él hubiera estado allí, en una playa de La Graciosa, viendo venir, juntos, desde lo lejos isleños, a Pedro Lezcano, a Ignacio Aldecoa o a Agustín Espinosa. En ese universo al que Alejandro le regala imaginación isleña, es decir, universal, propia, se mezclan, dice Melchor López, «la crónica, el guion, la novela de aventuras o el relato mítico, hasta crear –siguiendo la propuesta de Paul Celan– su propia ley».
La Chercha es el lugar mítico que acompaña a la poesía contada de Krawietz. Leer el libro es mucho más que una aventura interior: es un desafío que está entre La Chercha y El Nuevo Purgatorio… Ahí fuera, de la novela, de la poesía, de la escritura, está Krawietz explicando con inteligencia de que está hecha la vida cuando ésta se convierte en gran literatura.
Don Domingo debería estar por allí, esperando un libro así, un misterio. n
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