Opinión | A babor
Un gallina en La Haya

Pedro Sánchez, este jueves en Bruselas. / EFE
El presidente Sánchez ha vuelto a demostrar que su fortaleza moral tiene, en realidad, la consistencia de una servilleta mojada. En la cumbre de la OTAN, el combativo y sandunguero Sánchez eligió callar como un invitado educado, justo cuando tenía delante a Donald Trump. Ni una palabra sobre el gasto militar que ya había firmado. Ni una sola mención al multilateralismo, la soberanía europea o la cohesión social que tanto le gusta invocar en sus monólogos domésticos. Ni una palabra sobre los crímenes de Israel o la necesidad de sacar al Estado hebreo de la lista de países civilizados. Nada de nada. Cero. Mutismo selectivo. Fue el suyo el silencio de un cobarde paralizado por el miedo a tener que soportar una reprimenda pública, en la obra teatral perfectamente coreografiada por mister Rutte, para evitar que el regañón Trump se pusiera farruco y decidiera liarla, algo que suele hacer con más frecuencia de la soportable.
El mismo Sánchez que hace apenas unos días exigía romper relaciones con Israel por sus crímenes decidió enmudecer justo en el foro en el que podía haber defendido esa postura. Trump, padrino de Netanyahu, estaba allí. Acostumbrado a gallear solo ante el público de San Jerónimo o Ferraz, Sánchez se tragó el sapo. No sea que le pasara como a Zelensky, que tuvo que aguantar con entereza y dignidad una miserable reprimenda sin anestesia. Aquí no hubo ningún desplante, ni discursos morales, ni siquiera una sombra de valor. Solo cálculo. Y miedo.
El presidente español no abrió la boca cuando se habló de aumentar el gasto militar al 5 por ciento del PIB. Ni un tímido matiz, ni una defensa de la soberanía presupuestaria, ni siquiera una de esas frases cantinflescamente retorcidas que tanto le gustan, del tipo «España contribuirá con sus capacidades en el marco de la OTAN y de la Unión Europea, conforme al principio de proporcionalidad estratégica progresiva». Pro-por-ci-o-na-li-dad es-tra-té-gi-ca pro-gre-si-va. ¿Qué significa eso? Nada de nada. Frente a un Trump cabreado por el trilerismo sanchista, y en un ambiente bastante caldeado por su posición presunta, Sánchez eligió hacer mutis. Sus colegas, que esperaban probablemente un cruce de afiladas recriminaciones con réplica entre Trump y él, se quedaron con las ganas. Bautizaron inmediatamente al español como the chicken, una precisa descripción sin necesidad de traductor.
No se trata de un desliz ocasional. Sánchez ha hecho del gallinismo su especialidad diplomática. Es un funambulista del relato, un campeón del «sí pero no», del «yo no fui, fueron aquellos», del «esto lo afirmo, pero luego lo desmiento». Lo hizo con Marruecos, cuando cambió la posición histórica de España sobre el Sáhara a cambio de no se sabe aún exactamente qué, para explicar luego que lo hizo para que Rabat no organizara otra avalancha en Ceuta. Lo hizo con China, cuando se fue a Pekín a besarle la mano a Xi Jinping en pleno alineamiento estratégico europeo contra la industria automovilística del gigante asiático. Y lo ha hecho, por supuesto, con Rusia: se declara amigo de Ucrania pero desde el minuto uno evitó plantar cara a sus socios podemitas y enviar armamento, hasta que los sondeos le convencieron de que había que hacerlo. Pero ha comprado gas y petróleo a los rusos hasta decir basta, y se ha negado a comprometerse con metas comunes de disuasión militar. Solo mandó a Ucrania ayuda humanitaria, algunas cajas de munición y un puñado de viejos Leopard de saldo, malamente reparados.
Dos días después de la reunión de La Haya, cuando ya había pasado el peligro de tropezarse en un pasillo con Trump, Sánchez volvió a sacar su libreto: que el cinco por ciento no es razonable, que la prioridad es reforzar capacidades (lo piensa hacer sin gastarse un euro), y que los europeos no cumplirán, pero no lo han dicho para evitar incomodar a Trump. Es cierto, eso. Tanto como que ese discurso solo lo suelta cuando no hay testigos incómodos delante. Se ha portado como un gamberrete altanero que se hace el valiente en clase, pero se esconde corriendo detrás del árbol en cuanto sale al recreo el matón del colegio.
La política exterior de Sánchez es un acto continuo de escapismo: firmo lo que toque, digo lo que convenga, niego lo que ya firmé y vuelvo a firmarlo si hace falta. Un bucle perfecto de cinismo sin consecuencias. Así ocurrió en La Haya: rubricó junto al resto de aliados el objetivo del 5 por ciento en inversión militar y luego regresó a España a decir que eso no va con él. Pretende vendernos su heroísmo resistente frente a Trump, y que a España se le ha autorizado una senda propia. No es cierto. Nadie comparte su idea de que España es ajena al compromiso. Lo curioso es que no podían obligarle a aceptar esa inversión oficial que ha firmado. En la OTAN no se puede obligar a un país a hacer algo que no quiere hacer. Pero no apoyar un consenso tan cerrado como el de hace dos días exigía arrestos. Y este hombre no los tiene: cuando toca hablar claro, se achanta. Cuando tiene que plantar cara, se esconde. Cuando hay que elegir entre la coherencia o la conveniencia, siempre elige lo segundo. Y luego regresa a casa a vendernos la heroica gallardía de su gallináceo silencio.
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