Opinión | A babor

De la amnistía como epitafio

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez / Pool Moncloa / Fernando Calvo y Pool OTAN

El 15 de octubre de 1977 fue un día luminoso en el arranque de la democracia española, un día de alegría. La amnistía aprobada entonces suponía algo así como el acto fundacional de la nueva España: un pacto entre enemigos que aceptaron convertirse en adversarios, que decidían dejar atrás la dictadura, destruir las trincheras, y compartir un futuro en común. Aquel gesto de reconciliación convirtió a todos los españoles en compatriotas. Fue un momento de extraordinaria altura moral y política que ennoblece a sus protagonistas, y brilla en la Historia del país. Hoy, en cambio, es un día triste, un día de luto. El Constitucional ha convertido en constitucional lo que se calificaba hace dos años como inconstitucional. Se ha impuesto por mayoría progresista –es decir, por seis magistrados elegidos por el poder y al servicio del poder– una amnistía concebida no como un acto de reconciliación entre españoles, sino como moneda de cambio para que el resistente Sánchez pudiera seguir durmiendo en La Moncloa.

No hay ningún abrazo en esta ley, ninguna intención de reconciliación o de encuentro. Solo hay cálculo, servidumbre y cesión. La decisión del Constitucional, dictada por un tribunal presidido por el exfiscal del Estado Conde-Pumpido y teledirigido por su jefe en la Moncloa, no persigue sanar heridas, sino garantizar la supervivencia de un presidente que ya no gobierna, que no tiene presupuestos, ni respaldo social, ni respeto internacional, pero que se aferra a su poltrona gracias a Puigdemont.

La amnistía de Sánchez impugna sentencias firmes del Tribunal Supremo, dinamita el principio de igualdad de todos los españoles ante la ley y consagra la victoria política del procés. Lo que nos dice es que no hubo delito en 2017, que el intento de sedición, la revuelta y las algaradas fueron apenas una expresión democrática, que los dirigentes independentistas solo ejercieron derechos fundamentales frente a un Estado autoritario. La amnistía consagra el relato del separatismo, asumido con entusiasmo por quienes ayer lo combatían y hoy lo blanquean para poder seguir cobrando sus salarios.

El Estado de Derecho que paró el golpe de 2017 ha sido desarmado por una ley de impunidad. Una ley que borra responsabilidades penales y otorga legitimidad moral al aventurerismo de Puigdemont y los suyos, envolviéndolo todo en el celofán del diálogo y el perdón. Pero no hay diálogo sin leyes, ni perdón sin culpa. La amnistía es un contrasentido: convierte a los culpables en víctimas, y al Estado en verdugo.

El problema que eso provoca no es solo jurídico: es político, institucional y moral. Confundir los roles del poder lleva a ejercer lo público como si lo público fuera una propiedad privada de quienes mandan. Convierte la Administración en prolongación del Gobierno. Degrada la democracia hasta dejarla reducida a una fachada encalada de palabrería, mientras los contrapesos desaparecen y las garantías se diluyen. No sólo es la piedra angular de la justicia la que se agrieta: son los fundamentos de la democracia los que se resquebrajan.

Lo que hoy se consuma, a la espera de futuras intervenciones de la corte europea, no es una sentencia judicial, sino un acto de propaganda falsaria. Una decisión apresurada, a medida del calendario pactado con Junts por Santos Cerdán. El mismo Cerdán que dirigió las negociaciones con Gonzalo Boye –el abogado de Puigdemont– y que en marzo garantizó que el Constitucional avalaría la ley antes del verano. Casualmente, también el mismo Cerdán que fue capataz político de Ábalos y Koldo, el tipo que decidía cómo repartir los dineros de las mordidas mientras negociaba con Waterloo los siete votos que sostienen desde hace justo dos años el artificio de un poder sin moral.

En esta amnistía perversa confluyen todas las corrupciones del sanchismo: la económica y la moral, la del poder y el relato, la del dinero y también la de la dignidad. Sánchez ha convertido la ley en instrumento de su supervivencia personal. Y el Constitucional ha renunciado a su deber de preservar la ley para actuar como notaría del Ejecutivo. Hay instituciones que aún se resisten a esta peligrosa deriva. Pero otras –incluidas algunas fundamentales– ya no son capaces de ejercer con lealtad su función. No es casual que desde la formación del actual Gobierno, Presidencia, Justicia y Relaciones con las Cortes estén bajo un mismo mando, y actuando con un mismo propósito: concentrar todo el poder en La Moncloa.

Esta amnistía no tiene nada que ver con la de 1977, que no nos cuenten más milongas. Aquel fue un acto honrado y generoso de reconciliación. Esto es una rendición, una venta. Aquel fue un ejemplo. Esto es un bochorno. Entonces hubo voluntad de ganar la reconciliación y altura de miras. Hoy solo hay la cultura del zoco, un regateo siniestro. La amnistía de Sánchez no es el inicio de nada. Es más bien el epílogo de este tiempo oscuro. Su legado. Su síntesis. Y su epitafio.

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