Opinión | A babor
Solo en La Haya

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, en rueda de prensa tras la cumbre de la OTAN en La Haya celebrada este miércoles. / Associated Press / LAP
Pedro Sánchez se fue a La Haya a demostrarnos lo que pinta en política internacional. Pero esta vez el disfraz no ha resistido: en la reunión de la OTAN celebrada este miércoles, Sánchez ha experimentado esa forma de soledad que perciben los líderes a los que todos prefieren no tener que mirar a los ojos. Se ha sentado en la mesa de los grandes sin que nadie le diera conversación, ha susurrado su credo en voz baja mientras Trump dictaba los titulares, ha firmado lo que ha firmado –exactamente el mismo documento que todos los demás– y ha vuelto a casa a vendernos la especie de que su plante le convierte automáticamente en el héroe de la paz y el bienestar. Para la historia, su foto en la última esquina, un trampantojo que retrata perfectamente el rechazo de los líderes europeos al espejismo de una política imposible de aplicar. Nos ha dicho que defendía los intereses de España, pero se la ha jugado presentando un país excéntrico, sin estrategia ni coherencia diplomática, enfrentado a partir de ahora a las consecuencias de un relato para consumo interno que no ha logrado colocar entre sus iguales.
Si algo deja claro el día es que la OTAN no es un club de afinidades políticas, sino una alianza de intereses que funciona –o intenta funcionar– por consenso. Un consenso que exige lealtad, estabilidad, compromiso presupuestario y alineamiento estratégico. Todo lo contrario a lo que representa un sanchismo cada vez más ensimismado, errático y dispuesto a sacrificar cualquier cosa en nombre de la supervivencia. Sánchez quería presentarse a la opinión pública española como un progresista rodeado de halcones. Pero la respuesta de la OTAN a su juego de trilero ha sido unánime: los progresistas europeos no le respetan ya. Su nuevo rol en la política internacional es el del que se escaquea siempre de pagar la ronda, o ese compañero de clase que no estudia, no trabaja en grupo y luego se queja de que nadie le quiera meter en sus proyectos.
Mientras el mundo occidental –el que representa la Alianza– se enfrenta a la inevitable necesidad de rearme, y a seguir contando con un partner que aporte disuasión nuclear; mientras Europa se prepara para afrontar la vocación imperialista de Rusia y las amenazas híbridas que definen este tiempo, Sánchez sigue con la letanía de que «la guerra no puede justificar el deterioro del bienestar». La guerra –si al final se produce– justifica prácticamente todos los sacrificios. Y si la Historia nos enseña algo es que estar preparados para afrontarla es siempre la mejor manera de evitar que se produzca.
Sánchez nos vende un argumentario populista propio de un debate de instituto: la doctrina de que se puede pertenecer a la OTAN sin cumplir con sus acuerdos, que se puede exigir protección sin aportar recursos, que se puede hablar de paz ignorando la guerra. Pero la OTAN no es una ONG: es un pacto de defensa mutua, que se sostiene en la confianza, no en la retórica. Si hablamos de confianza, España ha dejado de ser un socio fiable para la Alianza. Ni cumple sus compromisos presupuestarios, ni mantiene una política exterior coherente, ni garantiza claridad frente a Rusia o China.
Mientras Alemania y Francia se rearman, los países bálticos se atrincheran, Italia se alinea con los intereses atlánticos, Sánchez ha intentado usar la OTAN para erigirse como líder planetario de la izquierda y resolver sus problemas por la corrupción y el desgobierno en España. Hace en La Haya exactamente lo mismo que aquí: juega a la división y a presentarse como la única opción, en España contra la derecha, en Europa contra el militarismo de Trump. Nos miente: el problema de Europa no es el militarismo de Trump, sino su absoluta imprevisibilidad. El presidente USA actúa como si quisiera abandonar la defensa de Europa (en realidad lo que pretende es dejar de pagarla), y es Europa la que reacciona –como un solo hombre, con la excepción de Sánchez– buscando una salida conjunta. En política internacional, apartarse es el mejor camino para esa irrelevancia que ayer obligó a Sánchez a esconderse de los focos. Él, que no hace tanto, se postulaba como secretario general de la OTAN.
La alternativa no era tan complicada: habría bastado con que el presidente asumiera proteger el lugar de España en el mundo y no su relato. Que en vez de hacer campaña local, hiciera política exterior. Que diera prioridad al consenso europeo frente al aplauso de sus socios y apoyos. Que entendiera que el liderazgo no se finge con eslóganes, se construye con decisiones decentes. La última vileza –este hombre jamás da la cara– es culpar al Ejército español, ampararse en informes militares inexistentes para justificar su genial propuesta de conseguir con menos de la mitad del gasto lo que al resto les costará más del doble.
Para Sánchez, la política exterior es solo un escenario más en su teatro de autocomplacencia. No le importa lo que se decide en la OTAN, sino cómo lo cuenta su Telediario. No le preocupa la seguridad del país, sino la permanencia de su personaje en el poder. Un personaje que ha demostrado que ya no tiene aliados internacionales. Su consuelo es que le queda aún el CIS de Tezanos, que –sin duda– también en esto le dará la razón.
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