Opinión | A babor

La guerra de verdad

El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, durante un encuentro oficial en la Casa Blanca (archivo)

El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, durante un encuentro oficial en la Casa Blanca (archivo) / Ken Cedeno - Pool via CNP / Zuma Press / ContactoP

La madrugada del sábado, Irán fue bombardeado sin previa declaración de guerra y, de hecho, sin que el Congreso USA autorizara la operación o debatiera sobre ella. En contra de todo lo prometido en campaña, en contra de la posición del movimiento MAGA que lo aupó a la presidencia y en contra de su propio vicepresidente, J. D. Vance, Trump decidió atacar las tres principales instalaciones nucleares iraníes con bombardeos de precisión sobre los enclaves de Fordow, Natanz e Isfahán, utilizando bombas bunker-buster y misiles Tomahawk. Todo un operativo en coordinación con la ofensiva israelí iniciada hace once días, para evitar –al menos durante una década– que Irán disponga de armamento nuclear.

Trump ha alardeado de que el éxito militar de la operación ha sido total. No es necesariamente cierto: 14 pepinos perforantes de 16 toneladas debían destruir por completo la capacidad iraní de enriquecer uranio con fines militares, pero no está claro que lograran colarse 80 metros bajo tierra, ni mucho menos que el uranio y las centrifugadoras que lo enriquecen siguieran allí cuando cayó la de Dios. En su estilo chulesco, Trump anunció la operación –que dos días antes dijo que estudiaría dos semanas para decidirse– y recordó a Irán que quedan «muchos objetivos por destruir», planteando una alternativa: «Paz, o una tragedia para Irán mucho mayor de lo que hemos visto en los últimos ocho días». En su declaración, describió a Irán como «el matón de Oriente Medio» y como el principal patrocinador del terrorismo, defendiendo la alianza de EEUU con Israel para un mundo más estable. Al margen de la valoración moral sobre la decisión –una acción de guerra sin aviso previo–, o del estilo pendenciero que lo define, Trump se tomó bastante a broma la tremebunda reacción iraní, que se limitó a bombardear en Catar una base estadounidense previamente abandonada por sus 10.000 inquilinos, advertidos por Irán del bombardeo para evitar estragos innecesarios y una respuesta devastadora. Luego Trump logró que Irán e Israel aceptaran parar las hostilidades durante unas horas y, ante la brutal respuesta de Netanyahu a un misil iraní, puso a caer de un burro a Israel y logró volver a meter las cabras de la guerra en el corral. No sabemos por cuánto tiempo.

Pero al final, estas guerras de ahora no parecen ser tan mortíferas como las de antes: consisten básicamente en poder vender un relato de éxito a los afines. Trump se presenta como el tipo que ha acabado de un plumazo con el programa nuclear iraní –¡¡¡Gracias, Donald!!!– y nos demuestra el impresionante poder de su ejército. Solo dos días después, muta en asirocado candidato al Nobel de la Paz, mientras Irán se consuela hablando de su respuesta «brutal y sangrienta» a la agresión estadounidense, que no es otra cosa que un absurdo bombardeo sin víctimas ni daños en Catar.

El relato lo ha contagiado todo. Los hechos reales no importan ya una higa. Dan lo mismo las tensiones provocadas en su país, la ilegalidad de la decisión, la ausencia de autorización de Naciones Unidas… Trump quería demostrar al mundo que la capacidad militar vuelve a ser la vara de medir del poder, la forma de ajustar cuentas entre países y el método más rápido y eficaz de dejar claro quién manda. No le ha costado nada romper la promesa hecha a su electorado de no meterse en líos, ni los códigos y reglas internacionales. Abre una situación con un solo precedente en este siglo. Trump repite en Irán la agresión de Putin a Ucrania, aunque –a diferencia de Putin– lo ha hecho con eficacia y precisión quirúrgica, sin perder siquiera un soldado. Dudo que los muertos iraníes, al aplicar eso de la «paz mediante la fuerza», le agradezcan la finura.

En ese preciso contexto –con un mundo objetivamente mucho más peligroso que hace diez años y con las grandes potencias nucleares abrazando una doctrina que justifica la guerra preventiva solo para poder presumir luego en redes– resulta singularmente ridícula la versión de Sánchez sobre su hercúlea y exitosa negociación con Rutte para escapar al cinco por ciento de inversión militar. Suena como el bombardeo iraní de Catar: pura impostura para consumo interno. Un intercambio de cartas para retocar la gramática parda de un texto que pudiera ser interpretado por Sumar y otros aliados locales como lo que no es. Detalles aparte, el ridículo de Sánchez ante la comunidad internacional es pasmoso: ya había aceptado el cinco por ciento de gasto en defensa antes de derrochar tinta en sus misivas a Rutte. El país de la OTAN que menos gasta en armamento aceptó dedicar el cinco por ciento del PIB para comprarle a Trump armamento desde el pasado jueves. Antes de enviar las cartas. El cafre de Trump lo ha contado todo en su red social: a Sánchez le quedan dos opciones, o plantar cara y sacar pecho –no es tan fácil hacerlo en La Haya– o volver a España con el rabo entre las piernas e improvisar un relato triunfal para quien quiera escucharlo. Solo Polonia, los bálticos, los vecinos nórdicos de Rusia y Alemania tienen intención de cumplir, por la cuenta que les trae. Los demás haremos lo que se pueda. Excepto que la guerra, la de verdad, nos alcance.

Suscríbete para seguir leyendo

Tracking Pixel Contents