Sacrificar al PSOE

Con sinceridad, me impresionó más la segunda comparecencia de Pedro Sánchez que la primera. La primera consistió en una mamarrachada, con el presidente perdiendo perdón pintado como una puerta y vestido de negro. Hasta los padres más lerdos saben que cuando sus hijos piden perdón sin mirar de frente están mintiendo. Pero es que Sánchez debía mostrarse dolorido, decepcionado, ahíto de tristeza y amargura ante la traición y la falsedad.

La segunda comparecencia, a los tres días, debía ser la de la resurrección, si las conversaciones con Sumar y los independentistas catalanes eran razonablemente satisfactorias, como así ocurrió. Sospecho que Sánchez no las tenía todas consigo. Cuando la Alemania nazi invadió finalmente la Unión Soviética Stalin se encerró en su dacha y descolgó el teléfono. Varios días después aparecieron varios miembros del Politburó. Stalin tenía –por decirlo suavemente– cierto control sobre el partido, pero estaba convencido que venían a detenerlo.

«Camarada», le dijeron Beria, Molotov, Malenkov, Kaganovich y otras alimañas, «es necesario que te traslades a Moscú y te pongas al mando». Es imposible que Sánchez no sintiera un mínimo asombro ante el servilismo del comité ejecutivo federal del PSOE. Fue una de sus pequeñas astucias. La crítica era (y es) lo suficientemente grave como para convocar al comité federal, máximo órgano representativo y decisorio entre congresos. Pero el control del comité federal por los sanchistas no es tan pleno y estricto como el que ejercen sobre su comité ejecutivo.

Eso ha sido lo más significativo del lunes: el apoyo incondicional e irrestricto al secretario general, sin una sombra de reproche al también presidente del Gobierno ni una autocrítica verosímil. Al final presidirá el periodo de transición hasta la elección de un nuevo secretario de Organización la presidenta del comité ejecutivo que tenía como secretario de Organización a Santos Cerdán. El sanchismo fiscalizándose a sí mismo hasta el punto que decida –obviamente– el propio Sánchez.

El PSOE –los que dirigen el PSOE– está dispuesto a inmolarse por Pedro Sánchez y ese martirologio colmado de optimismo suicida es el que garantizará en un futuro próximo un largo ciclo de la derecha en el poder, muy probable pero no necesariamente en coalición con la extrema derecha. Es exactamente lo contrario de lo que asegura Sánchez en su discurso: el mesiánico presidente –y la corrupción que toleró en el partido– no impedirá, sino que facilitará el desembarco aplastante de los bárbaros. El voto del miedo siempre tiene fecha de caducidad.

Cuando en una democracia sometida a una aguda crisis política un presidente argumenta su voluntad de continuar al frente del Gobierno siempre lo hace argumentando que cuenta con el respaldo de la mayoría de los ciudadanos, no admitiendo que la mayoría le sería adversa en caso de elecciones, porque eso es tanto como reconocer que no cuenta con el apoyo social para desarrollar sus políticas. A Sánchez le da lo mismo.

Continúa fantaseando con una mayoría parlamentaria de la que carece –y por eso mismo es incapaz de aprobar unos presupuestos generales– y presentándose como adalid de la limpieza democrática y la transparencia. Es una operación orwelliana. Si tienes un departamento dedicado a sembrar mentiras perpetuamente renovadas llámalo, como en la novela de Orwell, Ministerio de la Verdad. Si pillan a tus máximos colaboradores recibiendo (y buscando) comisiones a manos llenas asegura a todo el mundo que a tu sombra no puede crecer la corrupción y que tu organización política es cristalina.

Va a destruir al PSOE que previamente ha convertido en su juguete roto. Lo llevará a la ruina electoral, a la pérdida de cualquier prestigio, a carecer de legitimidad para la crítica cuando la derecha comience a desmandarse y a utilizar las manipulaciones y trampas del sanchismo en beneficio propio.

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