Opinión | El recorte
Manolo

Capilla ardiente de Manuel Hermoso / Andrés Gutiérrez
Había que estar hecho de una pasta especial para subir en los años ochenta a una tribuna, delante de los reyes de España, y lanzar un grito político sobre el abandono y el desconocimiento de un archipiélago como Canarias. Aquel joven alcalde, Manuel Hermoso, estaba llamado, sin saberlo, a escribir una parte importante de la historia de la autonomía en nuestras islas.
Cuando se está demasiado cerca de algo no se perciben sus verdaderas dimensiones. Pero el tiempo me ha permitido construir, dentro de la distorsión del cariño, una verdadera visión del talante humano y político de Manolo. Un ingeniero que acabó en política casi de casualidad y cabalgó toda su vida pública en una ola de triunfos.
Manolo era, por encima de todo, una buena persona. Un tipo afable, empático, leal e inteligente. Un trabajador incansable que entendía la vida pública como el arte de hacer cosas tangibles para la gente con el dinero de la gente. Siempre decía que para liderar no hay que ser el mejor, sino tener la capacidad para rodearte de los mejores. Y es lo que hizo, creando en su entorno una generación de jóvenes políticos que luego fueron la semilla de la ATI y después de las AIC y más tarde de Coalición Canaria.
Hasta que la vida le arrebató a uno de sus hijos, un golpe del que ya no pudo recuperarse, Manolo seguía con interés la evolución política de Canarias y expresaba sus ideas con la misma pasión que en sus años jóvenes. Nunca perdió la lucidez. Ni la ironía. Fue el alcalde de los barrios de Santa Cruz, porque entendió que la capital no era el centro, sino la periferia y se conectó de una manera nunca vista con el movimiento vecinal.
Estuvo detrás de la gran transformación del nuevo Santa Cruz, del salto de Cabo Llanos hacia el sur, que le planeó su amigo Adán Martín, o del nuevo carnaval que lanzaron Ani Oramas y Miguel Zerolo. Hizo de ATI una campana de resonancia para el resurgir de Tenerife y supo ver que detrás del insularismo no solo habitaba el pleito capitalino –el que enfrenta a las dos burguesías de Las Palmas y Santa Cruz– sino un movimiento político sobre el que se podía construir Canarias desde abajo hacia arriba, desde las islas a la región.
Aquello que Jerónimo Saavedra, otro gran presidente de Canarias, llamó «un sarampión pasajero» se convirtió en un movimiento político que arraigó en toda la región. Porque era un modelo que encajaba con la idiosincrasia de los territorios insulares. Lo supo ver. Y sobre él se construyeron las agrupaciones de independientes, las AIC, con las que dio el salto al Gobierno regional.
Caminar por Santa Cruz con Manolo era imposible. Se paraba en cada esquina a saludar a quienes aún consideraba «sus vecinos». Y tenía la paciencia de seguir escuchando los problemas de un barrio, de una calle o de un servicio, como si aún fuera aquel alcalde que jamás dejó de ser.
Fue amigo de sus amigos hasta el último latido de su corazón cansado. Su trayectoria no se podría explicar sin el apoyo y el aliento de la que fue su gran compañera, Asun, su esposa, su amiga y su mayor crítica. Podría escribir mil anécdotas de aquellos años donde todo era luminoso. Podría, pero a Manolo no le haría ni puta gracia.
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