Opinión | LA CALLE NUEVA

Unamuno delante de mi casa

En ese tiempo aún no había radio en casa. Mi distracción era la calle vacía, que veía desde el ventanillo roto. ¿Qué miras, muchacho?, me preguntaba mi madre

Miguel de Unamuno en Fuerteventura durante su exilio.

Miguel de Unamuno en Fuerteventura durante su exilio. / El Día

Mi casa no tenía libros, pero muy pronto supe que si los hubiera habido tendrían que haberme dicho algo parecido a lo que me explicaban los árboles que me miraban desde lo alto de La Montaña, frente a mi casa. Yo era un niño pobre, en todos los sentidos de la palabra menos en uno: la familia, que era menesterosa pero alegre, ese espejo que eran los árboles desaliñados de enfrente, y la alegría de despertar, y de seguir despierto, por las mañanas. Alrededor estaban la casa, el patio, el pasillo, el salón blanco, un espejo que parecía un cuadro descocido, y una mesa que estuvo allí hasta que me fui de casa.

Luego esa mesa fue donde me puse a escribir de adolescente. Cuando ya había libros en casa, esa mesa resucitó en la casa que mi padre me aconsejó comprar al sur de Tenerife, en el Médano, donde mi respiración fue más feliz. Allí está, mirándome extrañada cada vez que regreso al mar, que fue parte de mis orillas de la infancia. En la estantería, que en un tiempo fue desahuciada, pero que fue rescatada por los nuevos carpinteros que me ayudaron a conservarla, siempre ha habido algunos libros de Hemingway, así como una fotografía en la que yo siempre lo encontré feliz, mandando en un barco que parecía su salvavidas ante el mar. Él se mató, ya se sabe: ahí yo lo quería feliz, mirando la costa de Cuba, agarrado a su argumento mayor: el barco.

Desde aquella casa, en la que habité sin salir meses y años, porque entonces era peligrosamente asmático, yo miraba cada amanecer, y durante todas las horas del día, lo que pasaba fuera de mis espejos, aunque mi madre me decía que de vez en cuando debía acostumbrarme a mirar adentro. Ella, y los hermanos cuando supieron de la conveniencia de lo que mi madre me enseñaba, consideraban que ese encierro me iba a eliminar en el futuro el asma que me dolía tanto y que a ellos los asustaba.

No fue así, y el peligro pertinaz de los ataques persistió hasta que dejé la casa, me instalé en el mundo adonde mi madre iba a verme, con su risa de pronto y con su alegría. Pero jamás, ni ahora mismo, claro está, me olvidé de aquel ventanillo (lo llamábamos ventanillo) desde el que veía aquellos árboles que ahora regresan a mi niñez, hermosos y alocados, explicándome sin hablar los aires del mundo.

Supe muy tarde qué era leer y escribir, porque en esos tiempos en que el analfabetismo era parte de la herencia firme, obstinada, del país en el que vivíamos, y en el barrio que era el centro de nuestra casa, apenas había escuela. La que había estaba lejos de mi casa y a mi madre le daba mucho temor que a mi me diera un ataque en ese trayecto. Así que me tenía allí, en casa, ante el ventanillo, que era también el de su habitación con mi padre, o en el salón aquel que tenía el primer espejo en el que yo vi mi cara.

Ese espejo tiene una larga historia para mi, para nosotros, pero nunca la he explicado. La primera vez que yo me puse ante el espejo creyendo que éste me iba a devolver mi rostro, y también el tiempo que tenía mi mirada, fue la primera iluminación oscura de mi vida.

Durante los años de la niñez propiamente dicha yo apenas salía del cuarto del ventanillo, por el miedo que tenían todos a que en ese trayecto desde la cuna (o del camastro) que me mantenía en el cuarto de mis padres, me diera uno de los ataques que hoy parecen de otro siglo, o de otros siglos, pues ya estamos en el siglo que será el de mi muerte.

Iban los médicos con mucha frecuencia, cuando no podían venir a auscultarme. Todos eran médicos de pago, y venían en momentos sucesivos, cada vez que sabían, por las llamadas de mi madre, que tenía el único teléfono que había en el barrio, que el chico estaba en peligro de asfixia o de muerte. De la asfixia a la muerte yo supe que no había mucho trecho, por el desamparo que observaba en los rostros cuando la casa se esmorecía conmigo.

Asustados de mi estaban, y entonces me llevaban en volandas al patio. Era de noche cerrada, me tiraban baldes de agua, lloraban, tenían tanto miedo que salían casi desnudos al grito de «¡Juanillo se nos va!» y allí, bajo los helechos, la otra parte de la vida de los árboles ante los que yo me crie, me reanimaban como si en sus pulmones estuviera todo el aire que yo precisaba para salir adelante.

Es curioso, eso que pasó tan lejos y hace tantos años hoy me viene a la memoria como si yo mismo, que en esos momentos estaba indudablemente fuera del mundo, estuviera señalándoles qué hacer para que la vida no se me fuera del territorio que compartía con ellos. Ellos me salvaban, y cuando me regresaban a la cama cada uno de ellos sentía que debía saludarme como a un niño y como a un superviviente.

Luego yo no recordaba otra cosa que los llantos de mis hermanos y la desesperación de mi madre que, al ver cómo yo me escapaba, gritaba mi nombre como si este fuera el aliento que era preciso para que yo volviera al patio de donde entonces estuviera. Y volvía. Siempre volvía.

Los árboles, al día siguiente me volvían a mi realidad chiquita, ese sitio que luego fue el lugar donde se me apareció Miguel de Unamuno. En ese tiempo aun no había radio en casa. Mi distracción era la calle vacía, que veía desde el ventanillo roto. ¿Qué miras, muchacho?, me preguntaba mi madre. Algún tiempo después descubrí en el Puerto de la Cruz, en la librería de Fernandito Luis, libros de Unamuno, el poeta, el novelista que tiempo atrás había sido encerrado en Fuerteventura.

Aquel escritor fue al primero que tuve en mi casa, comprado con el dinero que me había dado mi madre para comprarme un pantalón de dril, el primero que tuve cuando la adolescencia era el nuevo nacimiento de mi vida.

Cuando empecé aquel primer libro, Soledad, sentí que Unamuno podía ser uno de aquellos árboles locos que hoy ya no existen porque hace años, cuando el Puerto fue diezmado por el turismo sin freno.

Fueron derribados para hacer allí un hotel que ya me llevó a mirar al pasado para poder ver allí, en el recuerdo, el tiempo en el que sentí que los árboles gritaban desde lo alto de La Montaña de las Arenas.

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