Opinión | A babor

Maquillaje

Santos Cerdán

Santos Cerdán / JOSÉ LUIS ROCA

Sobre la faz diamantina del César rindiendo cuentas en Ferraz, una fina capa de polvo bien extendida acentuaba su imagen de sufridor engañado: polvo negro bajo los ojos, y dos afiladas marcas oscuras recorriendo la precisión de sus pómulos clásicos, para acentuar el aspecto de un hombre golpeado por la traición y sorprendido por la maldad ajena. Antes que cualquier otra de las virtudes de las que él mismo se jacta, a Sánchez le define ser un intérprete, un actor que sabe hacernos creer que cree su papel, un recitador de argumentarios y consignas, capaz de retorcer hasta el paroxismo el politiqués y lograr en las audiencias entregadas resultados imposibles. No estoy yo muy seguro de que el maquillaje generosamente extendido por cada centímetro de piel visible fuera también visible para los que le siguen. No creo que Sánchez defraude a los suyos como defrauda al resto. No creo, en fin, que quienes le quieren por ser freno de la intrínseca maldad de las derechas dejaran de apreciarle del todo ayer. Mejor creer lo que vieron: su espesura emocional, su castigo por confiado, su aceptación del rol de cornudo, por enterarse el último.

Pero la historia aún no ha terminado. El demoledor informe de la Guardia Civil que sitúa a Santos Cerdán al frente de una banda de tahúres, casposos y puteros (siempre pillados en el mismo renuncio), incrustada en los corazones del PSOE y del Estado, es apenas el primer acercamiento a un entramado que los jueces comienzan a explorar. Lo que está por venir será aún más grave: habrá más nombres, más pruebas, más grabaciones, más transacciones sospechosas, más confesiones judiciales. Más «¡Sálvese el que pueda!», más gente dispuesta a salvarse. Las andanzas de este trío van a entretenernos durante más tiempo del razonable, mientras Sánchez y sus afeites bullen y burbujean en el caldero de la opinión ciudadana, que no es necesariamente a la que el CIS nos aproxima. Sánchez cuenta aún con un fondo de apoyo, logrado a base de polarización, sentimiento y miedos, pero ya no es el mismo Sánchez de antes de ser arrastrado por sus compañeros de viaje a la olla podrida donde se cuece sin remedio. Todo lo que ya se sabe de esta trama –el abuso, la falsedad y la avaricia– es algo más que una sombra incómoda para el PSOE. Es una mancha que cubre al Gobierno, la legislatura y el país. Y quien más empapado está es el propio Sánchez. Porque todo esto –absolutamente todo– ha ocurrido bajo su mandato, con su conocimiento, con su confianza explícita en los principales implicados: su trío de confianza, sus fontaneros de cabecera, su círculo nuclear.

Sánchez quiere presentarse como una víctima, como un ingenuo traicionado. El argumento podría tener un pase la primera vez, quizá la segunda también. Pero cuando todas las piezas están en manos de tus más cercanos colaboradores –y todos acaban señalados en un caso de corrupción sistémica–, ya no es una coincidencia. Esto es más bien todo un método. El informe de la UCO no deja lugar a dudas.

Describe con crudeza un sistema de cobro de mordidas en adjudicaciones públicas, con nombres, fechas y grabaciones. Y desmonta punto por punto la estrategia de Moncloa: no, no eran bulos; ni una conspiración de la máquina del fango de las derechas; no, Aldama no mentía, o al menos no cuando identificó a estos tres pájaros, quizá tampoco cuando señaló al canario coleguilla de Koldo, tranquilo por fin después de pagar, grabado en otras conversaciones previas. El comisionista Aldama no mentía cuando dijo que Cerdán era el boss de esta trama. Decía la verdad. Es Aldama un sinvergüenza al que el frío de la celda le soltó la lengua: dijo también que Armengol se reunió con él, y ella lo negó, como negó Torres ponerle cara a García Tapias. Ya ha reconocido Armengol que sí. Aunque no ha dicho aún para qué y por qué dijo antes que Aldama mentía. Todos los que se reunieron, negociaron o trabajaron con Aldama acabarán tocados. También Sánchez, fotografiado teatralmente con el comisionista. Esto no va ya de cuatro contratos con sobreprecio. No va solo de comisiones. Va de una cultura del poder que Sánchez ha construido con mimo desde las primarias: una red paralela de fidelidades personales, sin controles ni contrapoderes, infiltrada hasta el tuétano en el Estado. Una cultura en la que el partido manda sobre las instituciones, el relato manda sobre los hechos y la lealtad se premia con contratos, cargos e impunidades.

Con Cerdán dimitido y Ábalos camino del Supremo, el presidente sigue pretendiendo que todo esto le resulta ajeno. Que él solo pasaba por allí, que no sabía nada, que sus decisiones –convertir a Koldo en militante a imitar, colocar a Ábalos en Transportes, entregar el partido a Cerdán y enviarlo a pactar la amnistía con el fugado Puigdemont– fueron simplemente actos de confianza. Y que si alguien ha fallado, la culpa no es suya por elegirlo y dejarle hacer de las suyas. Ya no cuela. Esa forma de gobernar –la del núcleo cerrado, la opacidad, la propaganda, la bronca, el ataque a jueces y periodistas, el desprecio a la crítica– no es una anomalía: es el sello distintivo del sanchismo. Y ahora, cuando todo se desmorona, el intento de refugiarse en la victimización y el maquillaje solo aumenta la sensación de ridículo.

Suscríbete para seguir leyendo

Tracking Pixel Contents