Opinión | Un carrusel vacío

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Exámenes / Adae Santana

En junio, el tiempo parece acelerarse, volverse vertiginoso. Sobre todo, para alumnos y profesores. Estos últimos días del curso académico suceden en un parpadeo, como si ayer todavía estuviéramos volviendo a clase tras la Semana Santa. Y, de repente, nos encontramos al borde de las vacaciones de verano.

Antes, quedan los exámenes, la tensión, el estrés por la falta de tiempo. Veo a mis alumnos y recuerdo aquellos años en los que me pasaba las tardes y los fines de semana estudiando. Me percato de lo poco que disfrutaba del verano incipiente entonces: mi esperanza se centraba en un horizonte cercano que solo podría abrazar si conseguía superar satisfactoriamente el final de curso. Así me fui haciendo mayor. Siempre que me asalta el deseo de regresar a la adolescencia, me respondo a mí misma: «Pero tendrías que volver a hacer exámenes». Los exámenes me desvelaban, aceleraban mi corazón. Algunos me hacían llorar –«¡Seguro que he suspendido!»–; aunque luego sacara un ocho. Esta actitud mía resultaba insoportable para la mayoría de mis compañeros, que me dedicaban apodos tan encantadores como «la Enciclopedia» o «Hermione Granger». Pero lo cierto es que nunca me he considerado un genio: tras mi buen expediente académico había muchas, muchas horas de trabajo. Quizá mi inseguridad contribuía a la exigencia de saberlo todo a la perfección. Siempre me ha dado envidia la gente segura de sí misma, o brillante, que con una lectura el día antes consigue los mismos resultados que otra que lleva estudiando más de una semana.

Suspendí por primera vez en tercero de la ESO. Fue un examen de Física y Química con ejercicios de cambios de unidades. La asignatura me parecía el infierno en la tierra. Pero, más que el desconocimiento, fueron los nervios los que me condenaron. Para hacer esas actividades, el profesor nos pedía que usáramos una calculadora científica, una Casio con muchísimas teclas, que a mí me parecía siniestra. Pues bien, el día del examen olvidé echarla en la mochila y me vi obligada a pedir ayuda a los compañeros de la otra clase, pero lo mejor que pude conseguir fue una calculadora de colorines, de esas que se compraban en los bazares. Y con ella tuve que enfrentarme a los cambios de unidades. El resultado fue un 4,2 que me hizo derramar muchas lágrimas, aunque, finalmente, acabé compensando el trimestre con un 8,5 en el segundo examen. Pero esta anécdota me sirvió para decantarme por las letras.

Tener fama de empollona nunca ha sido beneficioso desde un punto de vista social. Pero acarreaba otras desventajas, como determinados momentos de tensión en los exámenes. Recuerdo, por ejemplo, uno de la asignatura Sociedad, cultura y religión –la alternativa a Religión católica–. El profesor, que físicamente parecía un clon de Unamuno, no se enteraba de casi nada, y yo estaba en primera fila, escribiendo desesperadamente para que me diese tiempo a volcar toda la información de mi cabeza en el papel. Entonces, una compañera me quitó el folio del examen y se puso a copiarme tan tranquilamente, y después se lo pasó a otra. Yo no era capaz de negárselo, pero estaba muy nerviosa, porque el profesor se encontraba a solo unos metros. Años más tarde, me doy cuenta de que aquella niña, que demostró posteriormente no tenerme ningún cariño, se estaba aprovechando de mí. Estas experiencias, en teoría, son enseñanzas, pero yo vuelvo a tropezar una y cien veces con la misma piedra, tal como descubrí en la universidad. Nunca me saltaba clases, al contrario que otros compañeros, y mis apuntes constituían una mina de oro. Recuerdo que una compañera me pidió fotocopiarlos unos días antes del examen y, justo antes de empezar, cuando estábamos repasando, comprobé que unas cuantas personas de mi fila tenían hojas en las que reconocí mi letra.

Los exámenes no son terribles solo para quienes no estudian: lo son también –incluso más– para aquellos que nos los tomamos muy en serio. A poca gente le agrada estudiar y la mitad de los que afirman que les gusta mienten. A mí incluso me generaron crisis de ansiedad.

Sin embargo, también recuerdo la sensación de felicidad que me embargaba al terminar la temporada de exámenes. El cielo parecía más azul, cantaban los pájaros y todos sonreían. Me sentía la protagonista de un videoclip, como si el mundo se hubiera vuelto más amable y girara en torno a mi dicha. Las vacaciones de verano me abrían sus puertas como el Olimpo a Hércules al final de la película de Disney, después de demostrar que un héroe no se mide por su fuerza, sino por su corazón. El Olimpo era mío. Pocas veces he vuelto a paladear de esa forma la libertad.

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