Opinión | A babor

Un día como otro

Pedro Sánchez, durante la rueda de prensa que ha ofrecido en la sede del PSOE.

Pedro Sánchez, durante la rueda de prensa que ha ofrecido en la sede del PSOE. / José Luis Roca

Desde que Pedro Sánchez es presidente, los días han dejado de tener su antigua lógica. Antes, un miércoles era un miércoles: rutinario, plomizo, con alguna mala noticia al mediodía y un rato de tertulia digestiva por la noche. Pero en el sanchismo, un día cualquiera puede transformarse en una crónica de derrumbes, filtraciones, desmentidos fulminantes y cabezas rodando escaleras abajo. Como ocurrió entre la tarde del miércoles y la tarde de ayer, en ese intervalo de apenas 24 horas que devoró la carrera política de Santos Cerdán, fontanero mayor del PSOE, confidente de Sánchez y penúltimo superviviente del Peugeot.

Todo empezó con una exclusiva en la SER (la guerra de Moncloa con Oughourlian se cobra su primera víctima…) y nada ha sido casual desde ese momento. En este país, algunas escenografías se planifican con mucha ciencia y talento. Lo que parecía otra entrega de la saga «Koldo y su tribu» resultó ser una ejecución inevitable, un deicidio vicario. Las cloacas –ya parecen un sistema de autopistas– soltaron la presa, y en pocas horas pasó lo de costumbre: Ferraz cerrando filas con un comunicado de «pleno respaldo», seguido del silencio ominoso de Moncloa, del repliegue de las terminales mediáticas tradicionales y, finalmente, de la retirada humillante del protagonista. Santos Cerdán, el hombre que nos trajo a Sánchez y luego la amnistía, fue defenestrado antes de que acabara la jornada. Ni comunicados, ni lealtades, ni lágrimas en diferido, ni ese juguete roto en que se ha convertido para la izquierda la presunción de inocencia, excepto si se trata del capo di tutti i capi. Cerdán cayó porque Moncloa siembra de cadáveres su trinchera. Sánchez leyó los titulares de su «proyecto de país», antaño baluartes, y cambió el pie de apoyo. La crisis con Prisa cruza su propio Rubicón, y el César Sánchez, siempre dado a la arrogancia, no ha entendido que ya no controla ni relato ni altavoz.

Esa noche del miércoles fue especialmente larga en Moncloa. Sánchez, furioso con el equipo de Ferraz por blindar públicamente a Cerdán sin consultarle, convocó de urgencia a su círculo más cercano. La decisión estaba tomada: había que cortar la hemorragia, incluso si eso implicaba mutilar el propio aparato del partido. Cerdán fue notificado antes del amanecer. Se presentó en el Congreso y aguantó los pateos estoicamente. Debieron dolerle menos que la mirada del César. Acabó por derrumbarse y dimitió. Para la hora de comer ya era recuerdo incómodo.

El hombre que redefinió el poder interno del PSOE a golpe de manipular primarias y convencer a los koldos de votar dos veces, el tipo que controlaba el recuento tras la cortina de Ferraz, cae arrastrado por las mismas prácticas que impulsaron su ascenso. Una reconquista «democrática» del partido, basada en el control de los censos, las votaciones falseadas y los naipes (y los sobres) bajo manga. Lo que empezó como una cruzada de limpieza contra la corrupción termina en el peor estercolero que recuerda este país en democracia.

El país observa atónito cómo la oxidada máquina del sanchismo sigue moviéndose. Es como ese Peugeot más tuneado que mitológico, avanzando contra todo pronóstico: Koldo pillado con la lata del gofio. Ábalos purgado, recuperado y vuelto a purgar, y ahora Cerdán fusilado sin venda en los ojos. Tres de los cuatro del relato milagroso de la reconquista. Sánchez sigue él solo. Quiere ponerse con su tercer volumen del Manual de resistencia.

¿Cómo soporta el PSOE todo esto? ¿Cómo consienten los barones, los militantes, los socios de coalición, que cada día amanezca un cielo más tiznado? ¿Cómo se sostiene un presidente que cambia de estrategias, de relatos y aliados, mientras los más cercanos a él emprenden viaje con destino a los tribunales? La respuesta a esas preguntas es doble. Por un lado, está en el miedo de los suyos. Miedo a que se parta el frágil pacto que mantiene a la izquierda. Miedo a que una moción de censura o unas elecciones anticipadas barran del mapa lo poco que queda de las ilusiones de hace siete años. Miedo, sobre todo, a que después de Sánchez lo que llegue sea la nada. Por otro lado, está el poder: a pesar del desgaste, del descrédito, los escándalos y las cloacas, Sánchez sigue repartiendo cargos, decretos, favores. Sobrevive como un maestro trilero en la feria política.

Ayer fue un día como otro cualquiera en el sanchismo: empieza con la filtración más esperada y termina con un cadáver que camina, alejándose en silencio (de momento). Otra jornada en la rutina de este caos que todo lo contamina y pudre: la credibilidad institucional, la lógica del sistema, la independencia de los jueces y los medios, incluso la agenda: ya no sabemos si es lunes o viernes, solo que el día traía sangre.

Lo peor –o quizá lo mejor, según el humor de cada cual– es que cada desplome parece el fin de una era, cada escándalo el definitivo, cada muerto el último fiambre. Y Sánchez sobrevive a todo y más. Flota sobre este lodazal nauseabundo en que todos nos ahogamos. Aguanta como personaje de su propio reality, fingiendo impasible que nos pide perdón. A ratos hasta parece afectado.

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