Opinión | A babor

La protesta de los jueces

Concentración de jueces y fiscales en el Palacio de Justicia de Santa Cruz de Tenerife

Concentración de jueces y fiscales en el Palacio de Justicia de Santa Cruz de Tenerife / El Día

Ayer, por primera vez en muchísimo tiempo, salieron a la calle jueces y fiscales. No lo hicieron para reclamar mejoras salariales o profesionales, ni para exigir más recursos en los tribunales, ni siquiera para protestar por el recurrente colapso de los juzgados. Salieron en defensa de la independencia judicial. Durante diez minutos, al mediodía, miles de magistrados y fiscales de toda España interrumpieron su trabajo para protestar en silencio contra las reformas del Gobierno, que suponen –y no lo disimulan– una intervención directa del poder político en el funcionamiento del poder judicial. Fue un gesto sobrio, breve y elocuente. Y también una advertencia. Porque lo que hoy está en juego no es una discrepancia técnica, ni una modernización inocua del sistema. Lo que se está discutiendo es el diseño mismo del equilibrio de poderes que sostiene la democracia. Lo que se decide es si los jueces deben seguir siendo un poder del Estado con voz propia o convertirse en otra sucursal del Gobierno. Y por primera vez, desde el Tribunal Supremo hasta los juzgados menores, la judicatura ha hablado con claridad.

La protesta ha tenido un seguimiento cercano al 70  por ciento en toda España. En ciudades como Madrid, Barcelona, Sevilla o Valencia, la imagen de magistrados y fiscales concentrados frente a los tribunales, con toga o sin ella, ha devuelto a la Justicia una dignidad que muchos sentían anestesiada. En Canarias también hubo concentraciones: se unieron cientos de magistrados al paro y se leyó el manifiesto con las mismas reivindicaciones: retirar las reformas, frenar la degradación institucional y detener la apropiación del Ministerio Fiscal por parte del Gobierno.

Porque el núcleo de la actual ofensiva gubernamental contra la Justicia es la fiscalía. No es casual que el Gobierno quiera transferir la fase de instrucción penal desde los jueces a los fiscales justo ahora, con el entorno de Moncloa cercado por causas judiciales, y en pleno escándalo por la imputación del propio fiscal general, ese que: «¿Ante quién responde? Pues… ¡¡Ante el Gobierno!!»

Si la instrucción pasa a depender de quienes nombra y manda el Ejecutivo, se rompe el dique de contención que ha garantizado que el poder político no se convierta en un poder impune. El argumento que esgrime el ministro Bolaños es que se trata tan solo de «europeizar» la Justicia. Es verdad que en muchos países de Europa los fiscales instruyen las causas. Pero Bolaños omite algo esencial. En esos países, la fiscalía es realmente independiente. No hay ningún país democrático en el que el fiscal del Estado dependa tan directa e instrumentalmente del Gobierno como ocurre en España. Por tanto, si se quiere una fiscalía instructora, primero debe garantizarse que actúe sin subordinación a los intereses de quien manda. Cualquier otro formato es una chapuza. Una cantinflada peligrosa que acabará por desatar un conflicto institucional aún más irreparable de los sufridos hasta ahora.

Esta reforma llega en un contexto de ataques continuos a los jueces que instruyen causas contra el presidente y su entorno, de críticas de los ministros al poder judicial, de acusaciones de lawfare, de desprecio a las resoluciones que incomodan al poder, de nombramientos irresponsables de ex políticos en el Consejo y en el Constitucional, y de manipulación partidista de los más destacados órganos de la Justicia: el Consejo General del Poder Judicial y el Tribunal Constitucional. Esta reforma llega cuando el Gobierno lanza proclamas sobre «democracia plena» mientras recorta las garantías del Estado de derecho. Y cuando resulta más evidente que nunca que el Gobierno quiere una Justicia más dócil, sometida, políticamente alineada con los que mandan. El comunicado leído ayer por las asociaciones judiciales no puede ser más claro: «Estas reformas van encaminadas a convertir al Poder Judicial en un poder con minúscula, más débil, más maleable, más sensible a las presiones mediáticas y del poder». No es retórica: es un diagnóstico certero y preciso de por dónde van los tiros… El Gobierno sabe que no puede controlar a los jueces, así que pretende cambiar las reglas, importando el modelo de las democracias iliberales, acorralando al poder judicial, convirtiéndolo en parte del engranaje partidista, socavando su legitimidad desde dentro.

Se trata de una ofensiva que empieza por degradar el acceso a la carrera judicial, sigue blindando la sumisión del fiscal general al Gobierno, y concluye arrebatando a los jueces la función instructora. Y todo eso bajo la apariencia de una modernización que no es tal.

Por eso, la protesta de ayer es importante, aunque la ninguneen los medios públicos y afines. Porque marca un límite. Porque los jueces, que durante años han soportado en silencio recortes, saturación y desprecio institucional, dicen basta. Sin aspavientos, pancartas partidistas, o afán de revancha contra nadie. Con un gesto que recuerda que el Derecho no se defiende con quejas, sino con firmeza. En democracia hay límites a lo que puede cambiarse, y uno de ellos es la independencia de los jueces. Porque sin jueces libres no hay libertad. Porque sin una fiscalía autónoma, se desvanecen las garantías. Porque si el poder controla a quien debe juzgarlo, entonces ya no hay Estado de derecho: solo hay poder.

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