Opinión | A babor

Papeles sin mantequilla

Claro que hay que defender la agricultura. Y sí, claro que el turismo tiene que avanzar hacia modelos más razonables. Pero conviene hacerlo huyendo de simplificaciones milagrosas.

Aspecto del Foro organizado ayer por Prensa Ibérica sobre el sector primario en el Hotel Santa Catalina.

Aspecto del Foro organizado ayer por Prensa Ibérica sobre el sector primario en el Hotel Santa Catalina. / ANDRÉS CRUZ

Ayer se celebró en Las Palmas un encuentro sobre agricultura organizado por Prensa Ibérica y patrocinado por Cajasiete, la entidad bancaria heredera de las extintas Cajas Rurales de las islas.

En el foro se dijo –con razón– que el relevo generacional en el sector primario es algo más que una urgencia, que la rentabilidad de la agricultura está en entredicho, que se ha perdido ya la mitad del suelo cultivable y que la pesca resiste a duras penas, con capturas reducidas en un 60 por ciento en apenas una década. Se apeló a la profesionalización del campo, a comprar producto local y a salvar lo que nos queda del sector con la ayuda de inmigrantes que hoy garantizan el trabajo que los jóvenes ya no quieren. También se pidió algo que sonó más a súplica que a programa: que Europa simplifique. Que reduzca trabas, papeles, exigencias imposibles.

La pregunta no es si el turismo debe transformarse, si la agricultura canaria necesita apoyo o si la burocracia europea ahoga al sector primario. La pregunta que debemos hacernos es si de verdad alguien cree que Bruselas va a dejar de ser Bruselas. Porque a la Unión Europea la define su devoción por la burocracia. La maquinaria comunitaria no produce tomates ni pesca cherne: produce reglamentos. El control, la trazabilidad, las exigencias medioambientales, los techos de gasto, la presión documental… todo eso forma parte del ADN europeo. Lo que mejor sabe hacer Bruselas es papeles. Montañas de papeles. Lo que empezó en los años 60 como una política de apoyo al campo francés –la PAC– hoy representa más del treinta por ciento del presupuesto global de la Unión. La intervención económica es el principal instrumento político de Bruselas y exige, por cada euro, decenas de formularios. Puede no gustarnos demasiado, pero ese sistema ha funcionado regularmente bien durante décadas. Ahora está en riesgo.

El mundo ha cambiado: EEUU ha dejado de garantizar la seguridad planetaria y ha decidido que Europa elija entre apañárselas por su cuenta o hacerse cargo de la factura de la OTAN. Ucrania nos ha demostrado con inesperada brutalidad que las amenazas militares no son cosa del pasado. Y Bruselas –que tarda, pero llega– ya ha empezado a asumir que su futuro no está en las subvenciones agrarias, ni en las ayudas verdes, ni en los programas de fomento del empleo joven: está en la industria de defensa. En el rearme. En recuperar la autonomía estratégica: volver a fabricar cañones (o drones) en lugar de subvencionar la producción de mantequilla.

No es una metáfora, es una tendencia que va a durar hasta que Putin claudique o se muera. Francia y Alemania lideran ya el cambio de prioridades. El dinero que antes iba a mantener el campo, combatir el cambio climático, atender la sanidad o los servicios sociales o sostener regiones ultraperiféricas acabará redirigiéndose a inversiones en seguridad y defensa. Lo que viene no es más apoyo para el plátano, sino más acero de la cuenca del Ruhr para blindados. Europa cambia. Y Bruselas, que siempre llega tarde, empieza ahora a comprender que necesita recuperar con urgencia su industria pesada, reorganizar su política de defensa y asumir que lo que viene no es una era de expansión del bienestar, sino de concentración de recursos en la seguridad.

Eso implica recortes, reajustes, renuncias. Cambiarán muchos de los pilares que sostienen los actuales programas comunitarios –la Política Agraria Común, los fondos de cohesión, los programas sociales y medioambientales–, que van a tener que repartirse el mismo pastel con un nuevo invitado a la mesa: la industria militar europea. Canarias, mientras tanto, sigue en su propio laberinto: debatiéndose entre un turismo que llena todos los hoteles, pero no todos los bolsillos, una agricultura en ruinas que ya no podrá acceder a las ayudas que iban a salvarla, y una brutal dependencia de políticas europeas que no puede corregir. Pero no es solo una cuestión nuestra. Es un cambio de paradigma y de era.

Así que sí: claro que hay que defender la agricultura. Y sí, claro que el turismo tiene que avanzar hacia modelos más razonables. Pero conviene hacerlo huyendo de simplificaciones milagrosas. Sabiendo que en pocos años se agotará la lluvia de dinero a la que nos habíamos acostumbrado, y vendrá otra cosa: un tiempo en el que se exigirá a las regiones menos quejarse y más competir, menos pedir y más justificar. Y, sobre todo, aceptar que el reparto de recursos va a responder, como siempre, a los intereses de los grandes Estados. Porque Francia y Alemania no van a ceder una sola micra de su influencia.

La Europa que vuelve ha dejado de creer en la paz perpetua, en esa macronación de ciudadanos felices que cultivan tomates ecológicos y viajan con Interrail. La Europa que viene vuelve a mirar hacia el Este con miedo y a sí misma con cierta sensación de previsible derrota. Vuelve a fabricar máquinas de muerte, a hablar de disuasión, autonomía estratégica y producción armamentística. Y sí, va a seguir llenando formularios, porque esa es su esencia. Pero ahora ya no serán para ayudar al plátano, sino para contratos de defensa. No es lo que soñamos, pero es lo que hay.

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