Opinión | A babor
Operación ‘Sombra negra’

Mohamed Derbah, empresario libanés y líder de una trama acusada de narcotráfico. / E. D.
En Canarias estamos demasiado acostumbrados a que la realidad conviva con el folclore. Todo tiende a convertirse en espectáculo. Por eso no sorprende que la reciente detención del empresario Mohamed Derbah –ahora en libertad provisional tras pagar 100.000 euros de fianza– haya ocupado tantos minutos de televisión y tantas páginas de periódico. Toda investigación judicial debe seguir su curso, más obviamente en el caso de alguien con una trayectoria como la de Derbah, pero sin convertirlo en elemento de diversión dentro de la amenaza más peligrosa. No se trata de minimizar las responsabilidades de Derbah, sino de advertir que la denuncia del narcotráfico realmente existente en Canarias no se agota señalando culpables individuales. Y combatirlo precisa de trabajo policial coordinado y sostenido. Lo que es realmente sorprendente es que, mientras inflamos unos casos, pase desapercibido el riesgo que se cierne sobre el archipiélago: la implantación sistemática del narcotráfico internacional en nuestras costas.
No es una exageración ni una declaración alarmista. La gravedad de la situación actual la ha reconocido el Ministerio del Interior, tras activar un dispositivo sin precedentes para blindar lo que ya se considera la nueva ruta canaria de la cocaína. La fachada atlántica española, hasta ahora relativamente secundaria en el plan de penetración del narcotráfico, se ha convertido en puerta de entrada prioritaria para los grandes cárteles sudamericanos. Canarias es, en estos momentos, el nuevo frente. Y el objetivo de los narcos es claro: reproducir aquí el modelo de operación que han consolidado en el Estrecho.
La operación que ha desvelado el trabajo silencioso y efectivo de los narcos se llama Sombra negra. No es una operación más. No lo es por el volumen de droga intervenida –más de 4.000 kilos de cocaína–, ni siquiera por los casi 50 detenidos y 70 vehículos requisados. La operación es extraordinaria porque revela que las organizaciones de narcotraficantes de Colombia y Brasil han implantado en Canarias un sistema logístico que comienza en altamar con nodrizas cargadas de cocaína y termina con narcolanchas, repostajes clandestinos, barcos, comunicaciones encriptadas, plataformas flotantes frente a Lanzarote y una posterior red de distribución a Europa y África. Todo eso, aquí. En las islas y desde ellas.
La magnitud del fenómeno ha obligado a actuar con contundencia. En la operación participaron 500 agentes de la Policía Nacional, con apoyo de Europol, la DEA estadounidense, la NCA británica y hasta las autoridades de Francia, Polonia, Portugal, Colombia y Cabo Verde. El mensaje no puede ser más obvio: Canarias es ya un punto caliente del narcotráfico internacional. El verdadero peligro no está en los clubs cannábicos de Derbah o en sus relaciones turbias, sino en la sofisticación creciente de las redes criminales que han echado raíces en las islas. Un traficante de medio pelo puede ser sustituido en minutos, pero una infraestructura consolidada como la que ha desvelado la Policía requiere años de desmantelamiento. Y en eso estamos.
El jefe de la Brigada Central de Estupefacientes, Antonio Martínez Duarte, ha señalado que la cantidad final de droga intervenida como resultado de Sombra negra probablemente será muy superior a la conocida. La operación sigue abierta y bajo secreto de sumario. Pero lo importante no es solo la droga que pueda dejar de llegar: son los métodos, la profesionalización, la tecnología, la presencia de recursos fijos; en suma, la intención declarada de los cárteles de convertir Canarias en su nueva lanzadera. Y es, sobre todo, la constatación de que ya están en ello.
No tengo nada claro que nuestras instituciones y nuestra sociedad estén preparadas para afrontar lo que eso significa. Mientras celebramos la detención de nuestros capos locales, el verdadero negocio de la droga avanza. Y lo hace en silencio, con estructuras de poder paralelas, con dinero para lavar reputaciones, comprar voluntades y contaminar a las fuerzas de seguridad y al tejido social. Lo hace en barrios donde la precariedad es un caldo de cultivo perfecto. Lo hace en puertos, costas, polígonos industriales y naves en alquiler. Y lo hace con la complicidad involuntaria de los que prefieren mirar a otro lado.
Canarias no puede permitirse repetir el modelo del Campo de Gibraltar. No podemos esperar a que los clanes se conviertan en una fuerza capaz de enfrentar al Estado. No podemos aceptar la presencia de narcolanchas en nuestras aguas ni resignarnos a que las islas sean otro eslabón más en la cadena del narcotráfico mundial.
Frente a esta amenaza real, tangible y estructural, lo de Derbah palidece. Convertirlo en el gran villano de la crónica negra local es otra de esas narrativas simples que solo sirven para desviar la atención de lo que realmente hace falta para frenar el contagio y evitar que esta sociedad acabe podrida, como tantas otras antes: lo que nos hace falta –ya, aquí y ahora– no son narraciones, sino inteligencia operativa, cooperación internacional y recursos continuados. n
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