Opinión | La calle nueva

La radio llega a la casa

La radio llega a la casa

La radio llega a la casa

La primera vez que llegó la radio a mi casa estaba mi madre para pararla. Ella consideraba aquel aparato, que era verdaderamente un enorme aparato, difícil de transportar y de situar en la casa, como una recreación del diablo, y daba muchas explicaciones para su rechazo.

No sólo era un peligro para el futuro de su casa, expuesto a noticias del mundo que ella no quería o no podría controlar, sino que era, en efecto, un desafío al silencio en el que entonces vivían las casas en el barrio.

Nosotros vivíamos (ahí siguen viviendo jóvenes, y mayores, de mi familia) al borde de un barranco; en casa había el único teléfono (el 125) de los alrededores, y eso era ya bastante ruido, decía ella.

La gente venía a comunicarse con sus parientes o con el médico, le dejaban a mi madre media peseta de las de entonces, y se iban como habían venido, agradeciéndole a doña Juana que les hubiera abierto la puerta. La puerta, por otra parte, estaba siempre abierta en aquella casa y en todas las casas, porque la gente no tenía miedo de los robos o de los asaltos. Entonces todo el mundo era pobre.

El hecho de que mi madre tuviera teléfono era porque su marido, mi padre, creía que la casa debía estar conectada con el mundo, por si le llamaban para algún trabajo. Sus trabajos en algunos tiempos, desde que yo tuve uso de razón, eran los transportes y las sorribas, y los encargos que recibían eran generalmente de los ricos, que entonces tenían teléfono casi todos.

En cualquier caso, teníamos teléfono, que era el aparato más moderno que había en un kilómetro a la redonda. Pero no teníamos, como casi nadie en el barrio, el más moderno de los aparatos, la radio. Cuando ella vio llegar ese armatoste (ella lo llamó siembre así, armatoste) lo rechazó con la potencia que siempre tuvo para impedir las ocurrencias de mi padre: «¿Dónde va usted con ese cachivache?»

Así que durante algún tiempo la casa rechazó la radio, pero ésta terminó imponiéndose. Entonces mi madre (o las madres) salían poco de las casas. De hecho, todo el mundo venía a las casas: venía el hombre que cobraba La Muerte, venían las vendedoras de pescado, que hacían siempre mucho ruido con sus cánticos de vendedoras, venían los acreedores, y venían los médicos, que entonces eran muy solícitos y no les cobraban a los pobres.

Había un médico, don Celestino Cobiella, el padre de Pedro Luis y de Rafa, a quienes tanto quiero, que venía en seguida que mi madre le avisaba de un ataque de asma que sufría su hijo u otros males que se le manifestaran a aquel muchacho enclenque que fui yo a lo largo de los años de la niñez y la adolescencia.

Don Celestino, que era hablador y simpático, se sentaba a hablar con mi madre para saber «qué le pasa ahora al muchacho», pero en seguida pasaba a hablar de lo que demontres pasaba en el barrio, y mi madre le contaba como si fuera una periodista de la calle, que por cierto, como esta sección, se llamaba entonces La Calle Nueva. Ahora se llama el Mal Teveo, que es el nombre que tuvo la primera (y la última) taberna que hubo en la calle.

Mi madre era muy habladora, le encantaba contar, tenía, me parece, horror vacui, como yo. Desde chico no paré nunca de hablar, como ella, porque me daba la sensación, y me ocurre hasta hoy, que si no había palabras la gente se aburría o sentía que tú no tenías interés en ellos. Una manía que ni los años me han quitado y que, como tantos otras características o defectos, fui heredando yo poco a poco.

Don Celestino estaba allí, en casa, como si estuviera viendo un televisor o escuchando una radio, pues el modo de ser de mi casa remitía a esos dos aparatos: la televisión aun no había llegado, así que lo moderno era el teléfono, pero ya se sabía de las radios. Mi madre decía que para oír la radio ya estaba ella hablando, y eso dijo también la primera vez que mi padre quiso entrar aquel artilugio en la casa.

Lo cierto es que un día tenía que entrar en casa el cachivache. A veces mi madre salía al Puerto de la Cruz, que estaba a dos pasos en guagua, para buscar medicamentos pal chico, como ella decía, o para buscar recetas del seguro. Y en una de esas el hombre que había engatusado a mi padre con la dichosa radio y sus bondades apareció por casa con el armatoste. Mi padre me hizo callar, «tú no digas nada, Juanillo», entró con el hombre a la sala, entre los dos pusieron sobre un mueble aquel aparato y el que más sabía de los dos hizo que aquella novedad se pusiera en marcha.

Mi padre entonces era muy llorón, y yo creo que lloró cuando se oyó el primer sonido de la radio en mi casa. Cuando mi madre vio aquello allí lo único que pidió fue muy sencillo: «¿Y cómo se apaga?» A veces ella misma la ponía en funcionamiento, y la ponía muy alto, «pa que el chico la oiga desde la cama», pues yo entonces seguía enfermo.

Desde entonces la radio suena en mi casa, y luego en las casas que he tenido, como si acabara de ser inventada. Ha sido la gran compañera de nuestras vidas, la de mi familia y la mía, pues jamás se apaga, excepto ahora, que la apagué un ratito para escribir este artículo de homenaje a la radio y a mi padre, que la trajo a nuestras vidas.

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