Opinión | A babor
Ecologismo y ’performance’

Imagen de archivo del Parque Nacional del Teide. / El Día
En nombre de la defensa del medio ambiente, los promotores de Canarias tiene un límite pretendían celebrar una manifestación en El Teide. No en los accesos o en las inmediaciones. En pleno centro de Las Cañadas, en el corazón mismo de símbolo natural más emblemático de Canarias. La convocatoria de protesta ha sido finalmente suspendida –por no cumplir los trámites legales obligatorios y recibir informes desfavorables de técnicos y conservadores del parque–, pero su mera convocatoria merece una reflexión: ¿a qué juega este ecologismo? Según los promotores de la performance, el objetivo era denunciar la masificación turística y el deterioro ambiental del Teide. La paradoja es inmediata: para protestar por la presión humana sobre un ecosistema delicado, proponemos incrementarla. Para denunciar el exceso de coches, visitantes y selfies, se convoca una marcha que habría colapsado el entorno, interrumpido el tráfico en la TF-21 y creado un precedente peligroso en un espacio declarado Patrimonio Mundial por la Unesco.
No se trata de una protesta improvisada ni de un arrebato juvenil: era una acción planificada, con evidente carga simbólica y una puesta en escena emocional. Es precisamente esa teatralización del ecologismo lo que resulta inquietante: el paisaje como escenario, el Teide como fondo de pantalla de una representación ideológica cuyo verdadero fin no es proteger, sino dramatizar. Crear alarma, colocar titulares y convertir el activismo en espectáculo. La política de los sentimientos, tan eficaz en redes sociales como inútil para gestionar lo real, se ha instalado también en el ecologismo. Lo que importa no es el equilibrio ambiental sino la épica de denuncia. De ahí que no bastara con manifestarse en El Portillo –una alternativa ofrecida por el Cabildo, menos sensible al destrozo y ya utilizada en otras ocasiones–, sino que insistieran en usar el Teide como símbolo, altar, y lugar sagrado para el sacrificio mediático.
La comparación no es exagerada. Hay algo profundamente irresponsable –y un punto cínico– en convocar una manifestación medioambiental que, de realizarse, supondría un daño directo al entorno que se dice querer proteger. Es como protestar contra la contaminación organizando una marcha de coches diésel. O contra los incendios forestales con una chuletada masiva en agosto, en plena alerta por incendios. O contra los vertidos ilegales vertiendo basura en los barrancos. La lógica absurda de que el fin justifica los medios revela que lo que menos importa es lo que se dice defender. Si el objeto de las movilizaciones fuera realmente la conservación del Teide, nadie en su sano juicio propondría convertir su territorio protegido en escenario para la confrontación política. Eso es exactamente lo que el Cabildo ha querido evitar: no impedir la protesta, sino evitar que el Teide se convierta en un campo de batalla simbólico, en un «lugar de memoria» de la indignación social, como si la conservación de los parques nacionales debiera supeditarse al termómetro emocional de las redes.
Este uso bastardo del ecologismo tiene además una derivada política: no es casual que la oposición se haya sumado a la convocatoria con entusiasmo, aplaudiendo la «valentía» de los activistas, y acusando al Cabildo de censura y represión. Les da igual que no se hayan cumplido los trámites legales. Les resbala el daño potencial. Lo importante es la foto, el eslogan, el rédito electoral. Y si para ello hay que instrumentalizar un paraje natural, sagrado para muchos canarios, pues adelante.
Estamos ante un nuevo formato de populismo ambiental, emocional, de brocha gorda. Uno que reduce problemas complejos –como el modelo turístico, la capacidad de carga de los espacios protegidos o la gestión de residuos– a una dicotomía infantil: buenos contra malos. Los buenos, por supuesto, son siempre los que se manifiestan, los que se encadenan, los que denuncian. Y los malos, los que gestionan, regulan, y ponen límites en vez de proclamarlos. Son malos los técnicos, los científicos, las instituciones, todo lo que huela a complejidad, a gradualismo, a matiz. Porque enturbian la eficacia de un relato basado en excitar los sentimientos. Este tipo de activismo daña precisamente aquello que asegura defender. Desprestigia el ecologismo que nos hace falta, el que trabaja con datos, el que propone soluciones viables, el que colabora con instituciones para mejorar la gestión ambiental. Y al mismo tiempo, desmoviliza a la ciudadanía sensata, que acaba confundida entre el ruido de las pancartas y el silencio de la razón.
El Teide no necesita ser convertido en un símbolo de confrontación y protesta. Es desde hace décadas el símbolo de lo contrario: del equilibrio y la identidad de un pueblo, del esfuerzo colectivo por proteger lo valioso, de los valores compartidos por generaciones. Convertirlo en otra trinchera ideológica más no es solo un error: es una traición a su historia y naturaleza. La suspensión de la manifestación ha sido, y no porque lo diga el Cabildo, un triunfo de la cordura. Y un aviso a navegantes: los espacios naturales no están al servicio de causas. Son bienes comunes, frágiles, que merecen nuestro respeto. También –y sobre todo– cuando se pretende defenderlos.
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