Opinión | A babor

Ya no cuela

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez.

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. / EP

Durante años, Pedro Sánchez vendió la idea de que tenía línea directa con Ursula von der Leyen. Un tipo influyente, un líder global, el mediador entre continentes, el puente entre Biden y Macron, el oráculo ibérico de la socialdemocracia europea. Casi nada. Incluso en sus momentos de mayor descrédito interno, seguía ondeando en Moncloa la bandera de Europa como si fuera una carta blanca de inmunidad diplomática. Pero las cosas han cambiado. La semana pasada, Europa le ha dicho a Sánchez –en fino bruselense, pero con la misma contundencia que una paralela de Hacienda– que ni es tan influyente, ni tan convincente, ni tan imprescindible.

Primera advertencia: la OPA de BBVA sobre Sabadell. Una operación de mercado en la que el Gobierno ha decidido ponerse de árbitro, jugador y juez, todo a la vez. No porque se le haya despertado de repente el espíritu intervencionista del viejo laborismo británico, sino porque –¡oh, sorpresa!– sus socios independentistas no quieren que el Sabadell desaparezca del mapa catalán. Y como ya es costumbre, cuando Junts estornuda, Moncloa corre a buscar un pañuelo.

La Comisión Europea, que no suele meterse en el barro de los conflictos internos salvo que huela a vulneración de tratado, ha dicho que ya basta. Ha avisado públicamente –y eso es un escándalo en sí mismo– que no admitirá «acciones discrecionales» del Gobierno para frenar la operación. Bruselas no se cree el cuento de la consulta pública promovida por el Ministerio de Economía, ni el teatro ese de la «preocupación por la competencia». Ve, más bien, una maniobra política para satisfacer a los socios de siempre, y recuerda –por si alguien en Madrid ha perdido el folleto– que el libre mercado sigue siendo uno de los pilares de la Unión.

Segunda advertencia: la lengua catalana. No en casa, donde es una gravísima ofensa a los indepes que haya un 25 por ciento de castellano en el aula, sino en Bruselas, donde Sánchez ha montado una cruzada para convertir el catalán –y de paso el euskera y el gallego– en lenguas oficiales de la Unión. Una operación diplomática de altísimo voltaje –y muy escasa probabilidad de éxito– que ha generado más perplejidad que simpatías. Alemania, Italia y media docena de países más han puesto el freno. Los servicios jurídicos de la Comisión han mostrado sus reparos. Y la propuesta, como era previsible, ha sido retirada del orden del día, aunque España insiste en que volverá con la matraca.

¿Por qué tanto empeño? Pues porque lo exige Puigdemont. Y Puigdemont no se toca, porque cada voto cuenta, porque el Gobierno no puede permitirse que Junts se levante con el pie torcido y le tumbe otra ley más. Y porque, en el sanchismo, la política exterior ya no responde a los intereses generales, sino al calendario de ERC, a las prioridades de Bildu y a los antojos del fugado de Waterloo.

Europa empieza a sospechar de las maniobras orquestales de Sánchez. Se han enfadado mucho por el intento de estos días de vincular la continuidad de la ayuda militar española en el Este a la aceptación del catalán como lengua oficial. La presión política de las últimas semanas en Bruselas se pasó de vueltas. Exteriores niega que ese chantaje se haya producido, pero varios países lo confirman. La estrella de Sánchez ya no brilla como antes, su aura de líder global se apaga. Ocurre que la socialdemocracia europea está en retirada y las prioridades comunitarias han cambiado. Ya no se habla del Pacto Verde, sino del rearme militar. Y el presidente español, con su agenda doméstica y sus socios incómodos, empieza a parecer más un riesgo que un referente. En otro tiempo, un traspié diplomático se salvaba con una llamada a Macron o una foto con Von der Leyen. Hoy, eso ya no sirve. Las cosas han cambiado: gracias por su interés, se valorará su propuesta. Hasta ahí ha llegado la influencia del autoproclamado gran líder europeo.

La política internacional de España –como la económica, la educativa o la judicial– se ha subordinado por completo a las necesidades de supervivencia del Gobierno. Convertir el catalán en lengua oficial europea no es un objetivo nacional. Es –como la amnistía– otro pago por los siete votos de Junts. Un peaje para contentar a quienes ya no se contentan con nada. También lo es frenar la OPA del BBVA para no molestar a los partidos catalanes que creen que el Sabadell es su banco.

Mientras tanto, los derechos de los castellanohablantes siguen sin garantizarse en Cataluña. El 25 por ciento de español en la escuela pública es papel mojado. Pero eso no importa. Lo importante es parecer progresista, plurilingüe y europeísta. Aunque sea a costa del sentido común, del interés general y del respeto institucional.

Así que no. Europa ha dejado de creer en los unicornios. Y empieza a ver a Pedro Sánchez no como el visionario que vendía soluciones para el continente, sino como el político que improvisa una ocurrencia tras otra para seguir sentado permanentemente en un sillón que no logró conquistar en las urnas. Tal vez todavía Sánchez conserve su sonrisa. Pero se agotó el discurso. Ya no cuela.

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