Opinión | A babor
La sicaria
Por la cuenta que nos trae, yo me obligo a dejar constancia: cuando el poder se ejerce así, sin pudor, sin límites, sin respeto alguno por nada que no sea el interés del que manda, es necesario señalar con el dedo a los rufianes. Este se llama Leire Díaz.

Leire Díez, en mayo de 2022, cuando era Directora de Filatelia de Correos. / A. Pérez Meca / Europa Press
Leire Díaz no preparaba una operación contra la UCO, solo «una investigación». Así lo explicó, con gesto entre molesto y ofendido, en un chat interno del PSOE, al verse señalada por su implicación en el seguimiento a los guardias civiles que investigaron el caso Koldo.
La expresión no es menor: «una investigación». Resulta curioso lo que pretende Leire: vendernos que la tarea que tenía encomendada –y que ella misma desvela con claridad meridiana en su intervención– no era montar una contrainteligencia partidista para desacreditar a quien investiga a su partido, sino apenas un ejercicio académico, un trabajito de fin de grado sobre los métodos de la Guardia Civil. Si fuera contable, en vez de estar a las órdenes de Cerdán, seguramente habría dicho que hacía «una auditoría democrática de los excesos policiales».
A ver, aclarando: Leire Díaz no es una afiliada cualquiera, otro ejemplo de militancia como Koldo, alguien que pasaba por allí y se puso a hablar de las ventajas de defuncionar al coronel Bálas. La investigadora doña Leire es la persona de máxima confianza de Santos Cerdán, el tercer pasajero del Peugeot de las primarias –Koldo, Ábalos, Cerdán, Sánchez–, el hombre que Sánchez colocó al frente del aparato del PSOE para que no se mueva una brizna de hierba sin que él lo autorice.
Leire es la ejecutora de las órdenes de Cerdán. Su sombra. Su escudera en las tareas de las que él no puede ocuparse. Cuando hace falta aplicar mano dura en Ferraz, cuando hay que borrar una huella, silenciar una voz o desacreditar a un adversario, allí está ella. No como responsable política. No como voz pública. Como señora Lobo, como especialista en operaciones de limpieza, como encargada de resolver problemas difíciles.
La historia reciente del sanchismo está llena de figuras que cumplieron ese papel: son los encargados de hacer el trabajo sucio mientras el presidente sonríe por los pasillos de Bruselas. Pero Leire Díaz representa un grado de especialización singular. Su nombre no es conocido por declaraciones en ruedas de prensa ni por gestionar crisis internas. Se la conoce porque ha sido cazada –por imprudencia suya– ejecutando una operación que ningún partido democrático debería tolerar: vigilar, señalar y destruir a un miembro de las fuerzas de seguridad del Estado por el delito de hacer su trabajo.
Lo más revelador de todo esto no es lo que intentó hacer doña Leire, sino la naturalidad desparpajada con la que se hablaba de hacerlo. Nada de prudencia, secreto o clandestinidad. Sin temor alguno, con la certeza de que nada le pasaría por dirigir la operación de desprestigio que precisaban sus jefes. Porque, muy probablemente, no le pase nada. El sanchismo es un poder que no precisa esconderse, ni borrar las huellas con cautela, ni pedir disculpas. Es un poder que se siente legitimado para amnistiar a delincuentes, purgar a fiscales incómodos, borrar móviles comprometidos y desacreditar a jueces acusándolos de hacer lo que hace Leire. Un poder que ha aprendido que, en política, la impunidad solo depende de controlar el relato.
Por eso la explicación oficial –que Leire no actuaba como comisaria política, sino como periodista de investigación– no es un chiste: es línea argumental y parte del guion de esta película. Se espera que la militancia repita, que la tele sugiera, que los próximos –medios y aliados– miren a otro lado y hablen de otra cosa. Y que al que dude o se resista a esa versión se le acuse de derechismo, golpismo o conspiranoia.
No es la primera vez. Ya pasó con los indultos, con la reforma penal, con la amnistía. Cada vez que el Gobierno da un paso más allá de los límites, se nos exige no creer lo que vemos, sino lo que nos dicen que ocurre. Por eso, el verdadero peligro en este país ya no es la corrupción, ni el abuso de poder, ni la podredumbre institucional. El verdadero peligro es que acabemos aceptando las versiones cambiantes del poder.
Leire Díaz es, en realidad, muy poca cosa. Poco más que una pieza menor de un engranaje que aún funciona: el símbolo de una forma de hacer política en la que los hechos ya no importan, en la que el partido está por encima del Estado, la conveniencia pesa más que los principios, y el relato se sitúa siempre por delante de la verdad. Leire no será nunca juzgada por sus actos, sino por su lealtad. Y en lealtad al que manda, sin duda, ha cumplido. En este tiempo de obediencia ciega, Leire es un ejemplo perfecto del nuevo afiliado ejemplar. Acabará con cita agradecida en el tercer volumen del Manual de resistencia: ella es la militante que obedece sin preguntar y actúa sin dudas morales. Si no hubiera dejado huellas, sería la candidata perfecta al aplauso y al reconocimiento del clan.
Hay quien piensa que esto se olvidará pronto. Que bastará una explicación, un giro semántico o un cambio de escándalo. Tal vez ocurra así. Pero, por la cuenta que nos trae, yo me obligo a dejar constancia: cuando el poder se ejerce así, sin pudor, sin límites, sin respeto alguno por nada que no sea el interés del que manda, es necesario señalar con el dedo a los rufianes. Este se llama Leire Díaz.
Cumplía las órdenes que recibió. Es una sicaria.
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