Opinión | El recorte

Malas digestiones

Instituto Domingo Pérez Minik, en La Laguna

Instituto Domingo Pérez Minik, en La Laguna / El Día

Un menor de catorce años apuñaló a otro en el exterior de un instituto de La Laguna. La reacción de nuestra sociedad no se ha hecho esperar: además de detener al chaval, los agentes de Policía han encarcelado a su teléfono móvil y su ordenador, a los que se consideran directamente responsables. La delegación del Gobierno ha organizado inmediatamente un curso sobre ‘La influencia de las redes sociales en las conductas agresivas de la juventud’ y todos los colectivos docentes, además de denunciar la falta de personal y los bajos salarios –lo que sugiere que más gente y mejor pagada tal vez habría podido evitar el incidente– han convocado un paro en señal de repulsa y para la erradicación de la violencia en los centros educativos. Naturalmente varios políticos han culpabilizado del incidente a la injusticia de una sociedad que reparte mal la riqueza. Si el chaval hubiera sido hijo de Rockefeller no habría apuñalado a nadie: lo habría encargado a unos sicarios.

Porque somos así. No es un eslogan del Día de Canarias, sino de todos los días en esta macarronesia guanche. No tenemos ningún problema en tirarnos de los pelos horrorizados por algo y olvidarlo fácilmente después. Ahora estamos espantados por la muerte de siete personas al volcar una embarcación con migrantes ilegales a pocos metros del muelle de El Hierro. O sea, que no han tenido el buen gusto de ahogarse lejos, como siempre, sino que ha sido delante de nuestras narices y cámaras de televisión. Un horror. No hay más que ver el rostro de tristeza de la ministra Rego que está en un Gobierno que se ha negado a cuidar en sus redes de atención a mil ochenta niños de Canarias que les pidieron asilo político. Se le nota que sufre enormemente por las muertas de El Hierro. Y por los niños de Canarias. Sufre y lo expresa ante los medios de comunicación aunque su Gobierno Peninsular, y la oposición peninsular y las comunidades autónomas peninsulares, lleven dos años toreando el problema del colapso de la acogida de niños migrantes en Canarias como si fueran unos perfectos godos.

Todo lo que nos ocurre produce oleadas de indignación que se pierden, como lágrimas en la lluvia. Y los espasmos de dolor duran lo que un cólico por una mala digestión. Dentro de unas semanas habremos dejado atrás a esas víctimas herreñas. Y habrá otra conferencia inútil sobre Infancia. Y una mesa de diálogo para debatir sobre la violencia juvenil. Y muchas declaraciones.

Mientras tanto los que pagan nuestras facturas, centenares de británicos, se amontonaban el otro día en el aeropuerto del Sur de Tenerife, ese gigantesco empaquetado de tomates, para atravesar un control de pasaportes colapsado. No solo les puteamos en las colas de la autopista. Empezamos nada más bajarse del avión. La primera experiencia de sus vacaciones son dos horas tiradas a la basura. Las máquinas lectoras de pasaportes, que han eliminado las esperas en las fronteras, no han llegado a Canarias. O sea, al tercer mundo.

Los pobres migrantes se nos ahogan delante de nuestros ojos. Los ricos turistas se indignan nada más llegar. Tenemos que hacer urgentemente unas jornadas. O dos.

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