Opinión | A babor
En el peor momento
Lo que sí hay –y no puede obviarse– es una clara sombra de duda sobre las actuaciones del Ministerio Público en causas que afectan al entorno del poder

El ministro de la Presidencia, Justicia y Relaciones con las Cortes, Félix Bolaños, durante su intervención en la Comisión de Justicia, en el Senado, a 23 de mayo de 2025, en Madrid (España). / Marta Fernández - Europa Press
En Francia, Alemania o Italia, el modelo de proceso penal atribuye la investigación a la Fiscalía. Es un sistema que funciona, y que podría perfectamente funcionar en este país, si este país fuera diferente al país que es hoy. Porque en España, cuando hablamos de reforma del Estatuto Fiscal, no estamos hablando de hacer lo mismo que se hace en parte de Europa o Estados Unidos, donde la instrucción de las causas penales es competencia fiscal, y los jueces mantienen una exquisita neutralidad.
Por desgracia, la Fiscalía española no es una institución independiente ni está blindada frente al poder político. Todo lo contrario: aquí la Fiscalía, como bien nos dejó claro Sánchez al referirse a su fiscal general, «depende del Gobierno». Por eso, imponer ahora una reforma que entregue al Ministerio Público el control de la investigación penal no es un paso adelante: es una imprudencia temeraria. Pone al zorro a vigilar el gallinero, y lo hace justo cuando más gallinas desaparecen.
El anteproyecto de reforma del Estatuto Fiscal propuesto por Bolaños llega en el peor momento. La Fiscalía atraviesa su peor crisis de credibilidad. El fiscal general del Estado se encuentra sometido a una causa penal por revelar secretos que conocía por su cargo, para desprestigiar a un adversario político –la presidenta regional de Madrid– utilizando un acuerdo legal en el que el abogado del novio de Díaz Ayuso aceptaba reconocer su responsabilidad penal, a cambio de no ser empurado por ella. El fiscal general, pillado con las manos en la masa, prefirió destruir el registro de sus móviles y someterse al descrédito y la desconfianza que esa decisión provocó. Sin hacer el mínimo amago de presentar la dimisión de su cargo.
Llueve sobre mojado: el Supremo había condenado a la Fiscalía por desviación de poder en sus nombramientos. García Ortiz acumula una cantidad sorprendente de vergüenzas: ha ignorado informes internos, ha premiado a afines y castigado a críticos, ha actuado en defensa de políticos acusados de corrupción y ha perseguido con entusiasmo a adversarios del Gobierno del que depende. Ha actuado como actuaría el fiscal de un régimen dictatorial. La percepción pública de su comportamiento no es la de un organismo imparcial: es la de una entidad que funciona como brazo jurídico del poder político.
Pese a esta situación, el Gobierno ha decidido lanzar la reforma del Estatuto Fiscal como si aquí no pasara nada. Sin consenso, sin diálogo, sin ni siquiera plantear una revisión asumible para legitimar el procedimiento de elección del fiscal general. La reforma planteada amplía el mandato del fiscal general a cinco años. Según el ministro, lo hace para que su mandato no coincida con los mandatos electorales. Pero eso no establece ninguna garantía de imparcialidad, no impide que quien ha sido ministro o alto cargo de un partido político ocupe la jefatura de la institución encargada de perseguir delitos. Y, por supuesto, no aborda qué se debe hacer cuando el jefe de los fiscales –como ocurre ahora– se enfrenta a un proceso penal.
En realidad, lo que el Gobierno pretende no es una reforma. Es más bien lo contrario: una contrarreforma que quiere hacerse pasar por la modernización de una institución y sus funciones. Pero que, en lugar de limitar el poder jerárquico del fiscal general, lo que hace es reforzarlo. En vez de consolidar el papel del Consejo Fiscal como órgano de control, lo vacía de toda capacidad e intervención. Se trata de una reforma que obvia completamente las reclamaciones tradicionales del cuerpo de fiscales: la independencia funcional y la autonomía presupuestaria, mecanismos transparentes de promoción profesional y la existencia de garantías que permitan enfrentarse y resistir la presión política. Todo eso está fuera de lo propuesto. Lo importante parece ser garantizar que el fiscal general siga recibiendo instrucciones del presidente del Gobierno sin interferencias.
No se trata solo de un error técnico o una torpeza jurídica. Es un gesto político deliberadamente sectario en una nación dividida y rota en dos mitades, donde se acepta cada vez más, como si fuera inevitable, la instrumentalización de las instituciones. Es la culminación de una estrategia de okupación bastarda del Estado, que ya ha dejado huella en el CIS, RTVE, la Abogacía del Estado, la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia, Correos, las empresas públicas, Red Eléctrica, el INE y hasta el mismísimo Tribunal Constitucional. Ahora se trata de reforzar la dependencia de la Fiscalía y su sumisión al poder político.
Y, como siempre, se hace con prisa, sin informes independientes y sin escuchar a los propios fiscales. No hay urgencia alguna que justifique este paso en falso. No hay presión internacional, ni exigencia europea, ni necesidad procesal inmediata que empuje a esta reforma. Lo que sí hay –y no puede obviarse– es una clara sombra de duda sobre las actuaciones del Ministerio Público en causas que afectan al entorno del poder. Una sombra que esta reforma no disipa, sino que agranda e institucionaliza, mientras el Gobierno ni siquiera hace el mínimo esfuerzo de disimular un poco.
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