Opinión | La Calle Nueva
Pedrito, una entrevista y el estupor

Pedri. / EFE
Tenerife, antes de Pedri, el gran jugador de Tegueste, hubo Pedrito, que también es de Tenerife, del sur, en este caso. Aquel está en los mejores momentos de su vida como medio centro, atrevido desde muy chico a ser el dueño del campo, entusiasta barcelonista cuyos antepasados, su abuelo, su padre, quieren al equipo azulgrana como si llevaran puesta en el alma su camiseta.
En cuanto a Pedrito, llegó al Barça muy pronto, hizo del lado izquierdo del campo su dominio y fue un puntal que no solo salvó al equipo de entonces de la tendencia a dejar para otro día lo que se podía hacer esa jornada. Siempre que había indecisión en la delantera, aquel muchacho que venía de lo más hondo del sur de la isla dejaba boquiabierto a los que ya daban por perdidos los partidos antes de que los terminara el árbitro…
Los tinerfeños que somos del Barça desde la niñez queríamos tanto a Pedri como en otros tiempos quisimos a Foncho, lateral derecho que hizo un gol memorable, con la selección, en Irlanda, y como ahora queremos al mejor centro campista europeo de estos momentos.
Pero en torno a 2003 nuestro héroe era Pedrito, y por eso El País, mi periódico entonces y durante tantos años, me dejó marchar a Tenerife, al sur, para entrevistarlo. Era al borde del verano cuando hice ese viaje, porque así, además, me quedaba en el pueblo donde sigo viviendo en la isla. En el Médano, junto al mar, al frente de las olas que a veces parecen enormes huracanes de agua.
Fui desde el aeropuerto del Norte a la casa de Pedrito, donde éste me esperaba, en un taxi sigiloso como el tiempo y como el hombre que lo conducía. Le dije que iba a entrevistar a Pedrito, y esa era una noticia que a él le hizo creer que yo era un periodista importante, o por lo menos digno de acercarse al más lucido de los isleños que entonces hacían su trabajo, el fútbol, fuera de la tierra que los vio nacer.
La entrevista fue larga, Pedrito es un hablador feliz, muy poco engreído para lo que suelen ser los futbolistas que mezclan la fama con el engreimiento; al contrario, entonces y después siempre fue un muchacho que aspiraba a ser mejor, pero no mejor que todo el mundo. Tenía, me decía, las ambiciones que tiene cualquiera en el ejercicio de este deporte. Una de esas vocaciones, ser seleccionado nacional, la cumplió muy pronto, y otra, la de ser codiciado por los extranjeros, le vino en forma de contrato, cuando dejó el Barça, para ser parte de la Lazio romana.
En uno de esos lances de nuestro conocimiento a Pedrito se le ocurrió que yo podía presentar un libro suyo en Barcelona, y allá fui, en un viaje de madrugada, a presentarlo como escritor en el Corte Inglés. Él estaba rodeado de gente suya, de amigos, de aficionados que lo querían muchísimo. Yo me sentí como un representante de tejidos que estuviera acudiendo a una fiesta ajena, pero dije algunas palabras que me salieron del alma, porque él era un gran futbolista y porque yo un barcelonista agradecido.
Ahora ha venido esta historia mía con Pedrito, él como famoso futbolista y yo como apasionado periodista, porque acabo de hacer, una vez más, aquel trayecto que me ha traído tantas veces al aeropuerto del Norte de la isla de Tenerife, y nada más llegar a la zona de taxis me encontré a un hombre exultante que celebraba conmigo lo que parecía una boda, una alegría o una importante efeméride.
Él taxista era Pedro, este es su nombre, que aquella vez en que fui a entrevistar a Pedri, su tocayo, me llevó en su vehículo hasta el puro sur en el que pasaba su verano, con sus padres, el futbolista de tanta fama. Pedro me reconoció y lo celebró, y me recordó el viaje, su propósito, con todos los detalles que más o menos quedan aquí descritos.
Lo que él no sabía, y pocas veces lo he contado, fue lo que pasó en cuanto acabé la entrevista y me fui al Médano y entré en un cibercafé de entonces a ver si había recibido mensajes. Uno de esos mensajes era impresionante: una amiga peninsular, a la que conocí como joven lector de revistas en las que nos carteábamos los muchachos de los años 60, avisaba de que se estaba suicidando. Ella me seguía en El País, en cuyas páginas yo publicaba confesiones de la vida.
Seguidora de aquellos encuentros se hizo presente como la amiga de la lejana juventud, y cuando decidió hacer con su vida una tragedia se dirigió a quienes, como yo, seguramente, tendrían que saber qué drama estaba al cabo de ocurrir.
Quizá lo he contado ya, pero no ceso de pensar en ello. Sabía su teléfono, traté de disuadirla por ese medio de culminar el trance en el que ella estaba empeñada, me atreví a llamar a la policía del pueblo en el que supe que ella vivía. La policía hizo un trabajo inmediato, de modo que en pocas horas supe, y luego lo supe por ella, que felizmente había salido del trance al que la había llevado la rabia del desaliento. Mi alegría ha durado toda mi vida.
Pedro el taxista no supo nada de esto, pero cuando ahora él me contó alborozado que él era quien me había llevado a conocer a Pedrito sentí que uno de los episodios más emocionantes, y difíciles, de mi vida, y sobre todo de la vida de mi amiga, regresaban a mi memoria como si el recuerdo fuera a la vez un escalofrío y un abrazo.
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