Opinión | Un carrusel vacío
Sombreros, Malibú y naipes sin baraja

Sombreros, Malibú y naipes sin baraja / El Día
El Tribunal Supremo ha dado la razón al cantante gaditano José Luis Figuereo, «El Barrio», en una denuncia contra su productora. Vuelven a mi memoria aquellos años de la primerísima juventud, cuando todavía usábamos «Messenger» y algunos escribían en sus estados citas como «Nos fuimos pa’ Madrid, sin remordimientos». Eran los «barrieros»: seguidores de El Barrio, que incluso tenían un himno. Rezaba este: «Somos los barrieros / y venimos todos a una; / debajo de mi sombrero, / mi alma blanca, blanca como la espuma. / Orgullo de barriero, / bohemios y soñadores, / no tenemos más fortuna que nuestra luna, / el sombrero y las canciones». En efecto, el símbolo de este curioso fanatismo era el sombrero, imitando el estilo de Figuereo. El fenómeno sucedió a principios de los 2000, pero sus tentáculos llegaron, fuertes, a mi generación.
A mí la letra de aquel himno me parecía muy absurda. ¿Bohemios y soñadores? ¿Qué sabría esa gente lo que era la bohemia? La canción los definía como «gente con arte y con mucho sentimiento». Vamos, un popurrí de clichés relacionados con la luna, las guitarras y la fraternidad superficial. Lo confieso: era una postadolescente bastante crítica con las modas musicales del momento. Me sentía muy distinta, por ejemplo, de mi mejor amiga de entonces, que se emocionaba cada vez que en una discoteca sonaba aquello de «Hay gente que se pregunta / por qué en todos los conciertos / nos reunimos tanta peña, / por qué todos con sombrero».
A comienzos de la década de 2010, salíamos por locales del Barrio de Las Letras de Madrid; algunos, todavía existen: Torero, Mamá Inés, Samsara… Ella era «la amiga guapa» y yo la acompañante, la que se pedía el clásico Malibú con piña, que era lo que bebíamos quienes no estábamos acostumbrados a beber, y movía la cabeza para simular seguir el ritmo de aquellos grandes éxitos: Daddy Yankee, Paulina Rubio, Lady Gaga, la inagotable Shakira... En realidad, me sentía bastante ridícula haciendo como que bailaba, pero era lo que se esperaba de mí, si quería integrarme. A veces, se nos acercaban treintañeros que me parecían muy, muy mayores, y me preguntaba qué diablos hacía esa gente intentando ligar con niñas de veinte, en vez de estar en su casa, cuidando de sus hijos. Algunos eran «canis», «lolailos» o «poligoneros», que, si pasaban la frontera de los treinta, para mí representaban la decadencia. En la cola del baño, me fascinaba que las mujeres pasaran juntas; para sujetarse el bolso, decían, pero yo nunca me sumé a esa costumbre.
A las cinco o las seis, solían cerrar los locales y caminábamos hasta el autobús nocturno: los pies destrozados por los tacones, el frío de Madrid encogiéndome el ánimo; mi amiga analizaba sus conquistas de la noche y acostumbraba a descartarlas todas –era guapa, carismática y poderosa–, y yo pensaba en ese amigo de toda la vida que me gustaba y no me hacía caso, y me invadía una extraña desazón, como de tiempo perdido, de búsqueda infructuosa, de incomprensión; me sentía diferente y absurda en un mundo aún más absurdo: «como naipe cuya baraja se ha perdido», escribió Luis Cernuda. Mientras abría mi portal, sonaba el canto de los pájaros y aquella sensación desagradable se intensificaba, como si ser sorprendida así por el amanecer resultara un sinsentido.
Ahora, cuando paso delante del Samsara, recuerdo con nostalgia esos días en los que estaba desorientada, pero era arrebatadoramente joven, y los comparo con el presente, en el que sigo perdida, pero ya entro de lleno en la madurez. No he vuelto a beber Malibú con piña; sin embargo, tampoco tengo hijos ni nada de lo que yo, plagada de inocentes prejuicios, imaginaba inherente a la treintena. Sigo viendo «canis»: de treinta, cuarenta y hasta cincuenta; son los mismos que nos intentaban sacar conversación a mí y a aquella amiga que un día decidió distanciarse definitivamente y con la que no he vuelto a hablar. «Erais muy diferentes», me dice siempre mi madre, pero no creo que eso justifique todo. Cuando suenan los éxitos musicales de entonces, me río, recordando, pero ya no intento integrarme con la música: no lo necesito, y esa constancia me hace plantearme que, tal vez, no estoy tan perdida como creo. Las discotecas y los garitos nocturnos son cosa del pasado, prácticamente, aunque en extrañas ocasiones el destino o la compañía me conduzcan a uno. Alguna vez, rara vez, empieza a sonar el viejo himno, «Hay gente que se pregunta…», y, de repente, surgen coros entre la muchedumbre: el fantasma de aquella antigua fiebre, los «barrieros» originales, que hoy van camino de la cincuentena. n
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