Opinión | A babor
Una historia de narcos

Gustavo Matos, durante la rueda de prensa de este martes para explicar su reunión con Derbah. / Andrés Gutiérrez
Cada vez más, las sospechas se convierten en sentencia cuando alguien las filtra. Una conversación en la que un político rechaza una oferta de soborno puede transformarse en una acusación de connivencia con el crimen organizado. Esa es, en esencia, la historia de lo que le ha ocurrido a Gustavo Matos, expresidente del Parlamento de Canarias, convertido en objeto de linchamiento sin que medie contra él acusación formal alguna.
Todo arranca con un nombre que ya no pasa desapercibido: Mohamed Derbah, empresario del sur de Tenerife, controlador de varios clubes cannábicos, anfitrión generoso y figura de peso en los círculos del ocio, la noche y la solución de problemas difíciles. Derbah fue detenido hace un par de semanas acusado de tráfico de drogas, blanqueo de capitales y cohecho. El caso es complejo, turbio y con derivadas aún por esclarecer, entre ellas una posible guerra interna en la Policía Nacional que enfrenta –sin posibilidad de acuerdo– a un antiguo aliado suyo, Francisco Moar, investigador ya jubilado del caso Mediador, con su jefe, el excomisario provincial de Tenerife, Luis Felipe San Martín, cesado tras una denuncia por violencia de género promovida por el propio Moar. De momento, en toda esta historia hay más incógnitas que certezas.
En ese contexto aparece Gustavo Matos, vinculado a Derbah por una reunión mantenida, al parecer, en febrero. Una reunión en la que Matos ya no era presidente del Parlamento. Derbah recurrió a él –como a otros– preocupado por la presión policial sobre sus clubs, un sector que, aunque legal en su forma, se mueve en los límites difusos de la regulación. Según las grabaciones filtradas, Derbah pide ayuda para frenar lo que consideraba un acoso policial injustificado. Matos le escucha, dice que hará lo posible por ayudarle y, ante el ofrecimiento de una posible «compensación», responde tajantemente que no. Eso debería haber sido el final de la historia. Debería. Pero no lo fue.
Una filtración a El Mundo convirtió esa conversación en «el vínculo de un político canario con un narco», usando alegremente dos categorías –la de «vínculo» y la de «narco»– que, por ahora, no se sostienen ni jurídica ni penalmente. Porque una cosa es que Derbah tenga muchos frentes abiertos con la Justicia, y otra muy distinta es que eso convierta en criminal a todo aquel que haya cruzado una palabra con él. Este es el tipo de salto lógico que prospera en un clima como el actual: el de la sospecha elevada a categoría moral, la cancelación como forma de política y el juicio mediático como primer mecanismo de control de la vida pública.
Y es ahí donde comienza el verdadero problema. Puede discutirse lo que hizo o dijo Matos en su conversación con Derbah. Su disposición a ayudar a un empresario en dificultades que se consideraba maltratado por la Policía –eso es formalmente lo que era cuando se reunieron– puede ser criticada desde la prudencia o la oportunidad política. El problema radica en lo que se ha hecho con Matos –y con tantos otros antes–: utilizar una circunstancia ambigua, inflarla de insinuaciones y convertirla en munición del guion de polarización, sectarismo y destrucción que rige la política contemporánea. Lo importante no es ya lo que uno haga, sino cómo puede presentarse lo que uno hizo para que parezca otra cosa, suficiente para destruir humana y políticamente a alguien. Y al que se atreve a matizar, a pedir contexto o a recordar que el derecho a la presunción de inocencia sigue existiendo se le coloca automáticamente en la diana: o te ha comprado Matos, o –mejor aún– te han comprado los narcos para que los defiendas.
No voy a defender a Derbah: hay suficientes dudas razonables sobre la legalidad de sus negocios, empezando por el manejo de grandes cantidades de dinero en metálico en un sector que apenas declara beneficios. La acusación de evasión fiscal tiene toda la pinta de estar bien fundada. Otra cosa es el delito de narcotráfico, que requerirá algo más que el olor a marihuana. Pero para mí, lo verdaderamente relevante aquí no es Derbah, sino lo que se ha hecho con Matos: convertirle en una nota al pie de una causa penal ajena, un daño colateral rentable para quien busca titulares, castigos ejemplares y oportunidades políticas.
El episodio es un síntoma más de esta cultura del escándalo permanente, en la que la búsqueda de la verdad ha muerto y la sospecha basta para el juicio. Una cultura que mezcla lo peor de la inquisición digital con lo más rastrero del oportunismo político. El viejo principio de que basta con que «algo pueda ser» para que el daño resulte irreversible. Un sistema que ya no necesita pruebas, solo narrativas. Y cuanto más simples y rotundas, mejor.
Es legítimo discutir si un político debe reunirse con personas de reputación dudosa. Y preguntarse si Matos debió atender aquella cita, o por qué en nuestras conversaciones privadas tendemos a ser tan bocachanclas e imprudentes. Pero lo que no es legítimo –ni justo– es dar por hecho que el encuentro con Derbah encierra un delito o un pacto oscuro, cuando todo apunta a lo contrario: Matos escucha, se muestra dispuesto a consultar, rechaza enérgicamente cualquier contraprestación, se va y –según parece– no hace nada de nada. Si eso convierte a alguien en cómplice del narcotráfico, la mitad de la clase política debería estar en la Audiencia Nacional.
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