Opinión | Observatorio

JORDI NIEVA-FENOLL

¿Por qué no vienen a clase?

¿Por qué no vienen a clase?

¿Por qué no vienen a clase? / El Día

Hace ya un tiempo que se está produciendo un fenómeno, no muy conocido en la sociedad, que está empezando a alarmar a los profesores y autoridades académicas de algunas universidades. Se trata del absentismo en las aulas. Grupos de noventa personas de repente se ven reducidos a treinta o cuarenta en el mejor de los casos, número que incluso en ocasiones desciende conforme va avanzando el curso.

Vaya por delante que el absentismo en la universidad siempre ha sido pronunciado. Hace décadas incluso se ironizaba con él, diciendo que el bar solía ser el aula más llena de las facultades. Sin embargo, como los grupos eran de unas doscientas personas o más, la merma no se notaba pues siempre había unos noventa o cien alumnos presentes. De hecho, dada la masificación de las aulas, hasta se agradecían las ausencias. Pero desde que se redujo el número de alumnos por grupo para que, entre otras cosas, la docencia pudiera ser más personalizada, a veces los ecos de la voz del profesor resuenan en aulas semivacías.

Más allá de la reducción del número de alumnos por grupo, no pocas veces criticada, actualmente se han sumado otros factores que favorecen el absentismo, y que son bien conocidos por los alumnos. Hace treinta años, solo se podía estudiar con los manuales o con los apuntes tomados en clase. Hoy en día, abundan apuntes apócrifos en la red, e incluso algunos profesores los cuelgan en la web universitaria entre los materiales que ofrecen a los alumnos. En esas condiciones, si el profesor no ofrece algún valor añadido en sus clases, los estudiantes, simplemente, dejan de ir. Sucede también que gracias a los célebres Power Points, algunos docentes pretenden que su clase consista en leer en voz alta a sus alumnos las diapositivas, como si los estudiantes no supieran leer. Este modelo de profesor-karaoke es especialmente célebre entre el alumnado, que obviamente lo considera una estafa. Finalmente, hace algunos años –aún no tantos–, la facultad era un lugar donde relacionarse con personas de la edad de uno. Actualmente, las redes sociales ofrecen ya ese servicio, lo que también desincentiva la asistencia.

Este proceso de absentismo creciente me temo que no se va a detener. A todo lo citado se une el uso de la inteligencia artificial generativa –ChatGPT, entre otras herramientas– que puede hacer resúmenes de los apuntes, o de manuales enteros, exponerlos con lenguaje natural o más simplificado, o incluso hacer simulaciones de examen. Y esa llamada IAGen ha venido para quedarse, lo que provocará que, queramos o no, debamos modificar el estilo de la docencia y las maneras de evaluar. Podemos resistirnos más o menos a esos cambios, pero la IAGen ya nos está pasando por encima, aunque muchos, demasiados, no se quieran dar cuenta. El estilo de las lecciones en las aulas debió haber cambiado desde la invención de la imprenta hace siglos, pero no lo hizo realmente. Ahora mismo, el cambio será inevitable, y la universidad que no se quiera dar cuenta, puede acabar desapareciendo.

El futuro va a ser más virtual, sin duda, lo que favorecerá más actividades a distancia y menos horas de clase presencial, que van a estar centradas, de hecho, en lo que siempre debieron consistir: en la interacción activa que genere conocimiento y, por supuesto, aprendizaje. Debemos idear actividades teóricas y prácticas para las que sea imprescindible esa presencialidad, cuando realmente lo sea, enseñando a aprender y a valorar la relevancia social –por supuesto, también profesional– de lo aprendido. No hay que retener a los alumnos en las aulas universitarias con controles de asistencia o con actividades supuestamente prácticas que son escasamente formativas. Hay que llevarlos al hábito de la lectura y el estudio, que es el único que genera conocimiento y, en consecuencia, libertad. Hay que enseñarles a valorar lo que aprenden, destacando sobre todo el lado asistencial que posee cualquier materia. Porque toda profesión existe para ayudar a otras personas. Puede que solo así salvemos a la universidad, fomentando y utilizando la creatividad que jamás tendrá la inteligencia artificial. El ser humano es y debe ser el centro de la sociedad. No una máquina, cuya sensibilidad y empatía es idéntica a la de un interruptor.

Tracking Pixel Contents