Opinión | A babor

Eurovisión no es Gaza

Yuval Raphael de Israel interpreta la canción «New Day Will Rise» durante la Gran Final del 69º Festival de Eurovisión, en Basilea, Suiza.

Yuval Raphael de Israel interpreta la canción «New Day Will Rise» durante la Gran Final del 69º Festival de Eurovisión, en Basilea, Suiza.

Eurovisión es un espectáculo frívolo y espectacular a partes iguales. Un concurso que gusta a algunos por lo que es: una gran fiesta kitsch, una celebración hortera de los tópicos nacionales, de las puestas en escena delirantes, del orgullo pop y de cierta idea de Europa, un tanto infantil, plastificada y probablemente conservadora. Se mantiene en antena porque funciona, logra mover las audiencias. Parece que es eso lo que busca y quiere de un concurso pop una parte importante, quizá la mayoría, del público europeo que, año tras año, se sienta frente al televisor para pasar el rato con amigos, y jugar a adivinar el resultado del televoto. Lo que no busca Eurovisión –y lo que dice querer evitar desde sus orígenes, no siempre con éxito– es que su escenario se convierta en un foro político. El festival ha logrado sobrevivir con el mismo modelo durante casi 70 años, fingiendo una neutralidad imposible, amparada en una regla bien simple: la política, fuera de escena.

Esa regla puede parecer hipócrita, y seguramente lo es. Eurovisión no es una organización apolítica. Es un instrumento de la construcción europea, de difusión cultural, del soft power de Bruselas, y ha servido muchas veces para escenificar tensiones geopolíticas. Pero también es cierto que mantiene una cultura unitarista muy clara: si vas, aceptas las reglas. Aunque sean conservadoras o incómodas. Aunque te parezca injusto que Israel concurse en el certamen mientras reduce a Gaza a ruinas. Si no aceptas las reglas, no vayas.

España decidió ir. Pero, además, decidió hacer ruido. El presidente de TVE ya había abierto el debate sobre la participación de Israel en Eurovisión, y TVE eligió a comentaristas que –probablemente– dirían lo que dijeron. Con todo el derecho personal a hacerlo. Después de la reprimenda, en directo y durante la emisión del festival, se colgó un cartel con un mensaje explícito en español e inglés sobre la defensa de los derechos humanos y la situación en Palestina. No fue ningún lapsus: tres días después, Pedro Sánchez ha exigido que Israel no vuelva a participar en el festival. Lo que hizo TVE fue fruto de una decisión política y consciente, quizá de una orden, sabiendo perfectamente cuál sería la reacción al cartel colgado en antena. Un cartel que no cambiará para nada la suerte de los gazatíes, que no se puso para cambiar nada en la franja. Se hizo con la intención de provocar una reacción. Y se provocó esa reacción. Quizá con un resultado inesperado: un castigo monumental a la representante española, que no tenía ninguna responsabilidad en el arrebato moral de la cadena pública. Melodie quedó en el penúltimo puesto, recibió el rechazo del público europeo y la frialdad de los jurados. No por su canción sino por la decisión de España de usar Eurovisión como plataforma para hacer exactamente lo que el reglamento prohíbe. ¿Es injusto? Claro que lo es. ¿Es terrible? No lo creo…

Eurovisión, aunque se haya convertido en una máquina global de promoción y dinero, sigue siendo un concurso de canciones. Algunos ganan y otros pierden. España perdió porque en vez de hablar con su música, eligió hacer un gesto político en un lugar donde son alérgicos a ese tipo de gestos. España eligió llevar la política, la denuncia, la confrontación y el ruido, a un lugar donde detestan todo eso. Y mantiene esa elección.

Se puede estar radicalmente en contra de la brutalidad de la respuesta israelí al ataque terrorista de Hamás. Se puede pensar –yo lo pienso– que Israel ha optado por una reacción salvaje a una agresión salvaje, una aplicación desproporcionada y brutal del «ojo por ojo y diente por diente». Es legítimo denunciar –en cualquier foro– que lo que está ocurriendo en Gaza es una masacre. Pero… ¿tiene algún sentido convertir Eurovisión en una asamblea de condenas? ¿A quién ayuda eso? ¿Qué cambia en la política internacional? ¿Evitará que caiga una sola bomba sobre Gaza? ¿Servirá para salvar a alguien?

Lo que se logra con esta impostada exhibición de indignación es alimentar la polarización, mantener la estrategia de agitación simbólica que busca titulares y aplausos fáciles en redes sociales. Es la política de los gestos, con la que nos entretiene Sánchez. España puede perfectamente defender el criterio de su Gobierno en otros muchos foros, pero prefiere optar por el ruido. Lo de Eurovisión no quiere cambiar nada, es un mensaje de consumo interno para los españoles. Es el ruido que interesa a un Gobierno que deja de comprar munición para la Guardia Civil a Israel, y lo publicita y airea, mientras silencia la venta real y probada de armas al Gobierno de Netanyahu. Los gestos valen hoy más que los actos.

España podía perfectamente no haber participado en el show. Podía haber dicho que no estaba de acuerdo con la presencia de Israel y haberse retirado. Habría sido una decisión legítima y respetable, aunque con costes locales. Lo que ha hecho ha sido participar y montar su numerito, con el suma y sigue de Sánchez. La indignación de ahora sobra: es como si nadie hubiera previsto que los organizadores de ese festival supuestamente apolítico y dulzón no fueran a tomarse mal el sermón en directo. Y ahora, todos a rasgarse las vestiduras por una injusticia fabricada. Mientras tanto, en Gaza, sigue muriendo gente todos los días. Pero eso ya está fuera de escaleta.

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