Opinión | A babor
Sentir no basta

Cartel de la convocatoria de la manifestación en Madrid. / E. D. / L.P.
Este domingo se celebrará la tercera convocatoria de manifestaciones en todas las islas –y en otros lugares– bajo el lema «Canarias tiene un límite». Se trata de una llamada legítima al debate público sobre los desafíos estructurales que enfrenta el Archipiélago: la presión turística, el coste de la vivienda, la precariedad laboral y el impacto ambiental de este modelo económico. Como en ocasiones anteriores, la convocatoria se expresa con fuerza, con un lenguaje emocional, incluso ofensivo. Pero así funcionan las protestas: con eslóganes, no con borradores legislativos. Las masas no se movilizan por una memoria técnica. Se movilizan respondiendo a símbolos, relatos compartidos, y a la intuición de que algo está mal y para cambiarlo hay que decirlo en voz alta.
No tengo nada contra eso. Me parece muy saludable que la ciudadanía se exprese, proteste y ocupe las calles. Incluso si las propuestas que se plantean son de máximos o directamente irrealizables. Las pancartas no se redactan en lenguaje jurídico ni se someten a revisión presupuestaria: sirven para movilizar, para presionar, para marcar el terreno. Las movilizaciones cumplen perfectamente su papel de evidenciar preocupaciones ciudadanas, al margen del porcentaje de población que se implique en ellas.
El problema que yo veo no está en quiénes convocan ni en quiénes marchan. El problema está en quiénes se suman desde el poder, fingiendo empatía para evitar asumir responsabilidades. Es fácil ondear la bandera del límite cuando se gobierna desde un despacho con aire acondicionado. Es hipócrita apoyar un impuesto de pernoctación prometiendo que servirá para combatir la pobreza, cuando se sabe que su efecto real será nulo. Nadie con un mínimo de experiencia en gestión pública puede creer seriamente que cien millones de euros cambiarán la estructura socioeconómica de las islas. Y eso que aquí se han presentado planes contra la pobreza por treinta millones. En fin… Tampoco parece creíble que un impuesto de unos pocos euros, por sí solo, vaya a tener algún efecto real en la reducción del número de turistas. Pero se dice, se repite y se aplaude. Porque uno de los males de este tiempo es que lo importante no es hacer lo correcto, sino decir lo que la gente quiere oír.
Nuestra política vive instalada en la frivolidad y el simulacro emocional. Se gobierna desde el «yo también lo siento», no desde el «yo lo resuelvo». Y eso es una forma de mentira que degrada el debate público. Personalmente, me resbala lo que sientan los políticos. No necesito que compartan mis temores ni que verbalicen mi frustración. Necesito que tomen decisiones coherentes, que actúen según principios y no según encuestas, y que no abracen una causa solo para neutralizarla o para parecer los buenos de la película.
Hay una segunda deriva preocupante en este contexto de rendición al discurso mágico y sentimental sobre el turismo, que es la deslegitimación del propio sector. Vale que se critique el modelo actual de desarrollo, que se exija una mejor redistribución de la riqueza –ese es el verdadero problema–, que se denuncie el urbanismo salvaje o la saturación de espacios naturales. Otra cosa es convertir al turismo en enemigo. Y eso es lo que está ocurriendo cuando nuestros gobernantes hacen dejación de la verdad: el turismo no es una amenaza abstracta, sino la principal fuente de ingresos, empleo y dinamismo económico de esta región. Lo es desde hace décadas. Lo sigue siendo hoy. Y lo será –con ajustes, cambios y nuevas reglas– durante muchos años más. Porque, seamos sinceros, no sabemos si existe una alternativa viable al modelo.
Por eso conviene recordar lo que pasó no hace tanto, cuando la pandemia provocó un cero turístico real y duradero. La economía se detuvo, el desempleo se disparó, y centenares de miles de personas vieron desplomarse su forma de vida de un día para otro. Aún hoy seguimos pagando aquel desastre. Por eso resulta imprudente y frívolo que –desde la política y las instituciones– se alimente el discurso de rechazo al turismo. Se puede criticar el modelo y proponer alternativas, pero deslegitimar al sector equivale a dinamitar la base sobre la que se construye el bienestar de estas islas.
El reto no es acabar con el turismo, sino ponerlo al servicio de un desarrollo más equilibrado. Gobernarlo mejor, exigir que contribuya más a la riqueza colectiva, que reduzca su huella ambiental y que sea más justo. Pero hacerlo sin caer en la trampa de la mentira. Ni los turistas son culpables de nuestro desprecio por la planificación, ni son quienes tiran millones de litros de aguas sin depurar al mar, ni quienes colapsan las carreteras. El rechazo al sector no puede convertirse en coartada para ocultar décadas de inacción política.
«Canarias tiene un límite», claro que sí. Por supuesto que lo tiene. Pero también tiene memoria. Memoria de la miseria, de un pasado sin hoteles… ni guiris.
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