Opinión | Amalgama

Kamezí

Kamezí

Kamezí / El Día

Lou Andreas Salomé, la amada de Friedrich Nietzsche gracias a quien escribió Así habló Zaratustra, combinaba la narrativa íntima con el psicoanálisis. Hizo amistad con todos los intelectuales a los que sedujo, dejándolos obsesionados por ella, siendo que luego ellos encaminaron su libido a la filosofía, a la poesía o a cualesquiera otras artes humanas donde la épica sustituyera a la explosión pasional. En algunos de sus escritos más relevantes combina su estilo introspectivo y personal con reflexiones psicoanalíticas, como en Mirada retrospectiva (1951), su autobiografía, donde analiza su interacción con figuras como Nietzsche, Rilke y Freud, con temas como el deseo y la tensión entre entrega y autonomía. Pues bien, en el extremo sur de la isla de Lanzarote hay un lujoso restaurante, al borde de las rocas que rodean el faro. Se llama Kamezí, y dio lugar a un conversatorio con una dama con la que, obviamente, no faltó ni un vino Pingus, ni la interpretación de la infatuación, de Nietzsche, el inventor de la voluntad de poder, para terminar en su Así habló Zaratustra. Justamente jugamos con que Kamezí podría ser una variación de la raíz Kame (que significa tortuga, asociado a la larga vida, la sabiduría y la paciencia, emblema de la inmortalidad), y si nos íbamos a Kami, que significa «dios», en Kamikaze significaría «dios del viento», el que no ama para vivir, sino para estrellarse. Lleva el nombre del que sabe que no hay regreso. Amar como un kamikaze no es amar con desesperación, sino con decisión, sabiendo que, al lanzarse, ya ha elegido el fin de su antigua vida, y ha comprendido que la lucidez no es una muralla contra el deseo, sino una torre desde la que se avista el abismo... y aun así salta, como en un vuelo suicida hacia un pecho ajeno, diciendo: sé que no volveré de esto, pero vengo igual. Lo que hizo Nietzsche, estrellarse contra el misterio, desaparecer en la belleza irreductible de lo que no puede poseerse, para luego, descubrir en toda su amplitud la voluntad de poder. Pero a lo que vamos, esa noche llovió como pocas veces en la zona, y el restaurante, encaramado sobre las rocas, con los cristales temblando con el viento, y frente a mí, la dama de pelo cobrizo, que no era bella como las demás, sino que era la belleza misma. La miré como se mira una tormenta que ha venido a por uno, y seguimos hablando de la voluntad de poder y de la tensión entre deseo y autonomía, y al día siguiente cruzamos La Geria en un viejo descapotable alquilado, con el mar bravío golpeando a lo lejos como vigilante, y las viñas negras que se enroscaban en la ceniza como si bebieran del inframundo. Y allí, al borde del abismo, sentí que algo había cambiado. El aire olía a dimensión abierta, a cruce de líneas temporales. Como si esa mañana ya hubiese ocurrido antes, o fuese a repetirse en otro plano. Un déja vu profundo. Esa sensación en El Golfo, una especie de pliegue de lo real, tras atravesar tranquilamente la carretera, serpenteando entre cenizas, malpaís y acantilados, parecía un corredor hacia otra realidad, como si supiera lo que estaba por ocurrir, y dije: «Esto ya lo hemos vivido». He cruzado muchas veces, pero nunca había llegado tan lejos. Era como la aceptación de una ley superior, y sentí que tenía que regresar. ¿A dónde? A donde fui creado. A donde los kamikazes del alma terminan. Sentí que mi cuerpo ya empezaba a disolverse como un reflejo que se evapora en el espejo, sin dolor ni rotura, sino simplemente dejando de pesar. Me curvé fuera del mundo, como si el tiempo hubiese colapsado en un solo punto. La dama me miró y planteó: «El cerebro humano es un cartógrafo imperfecto del tiempo, el déjà vu no es un misterio místico, sino una disociación entre percepción y memoria. Nuestro hipocampo y la corteza adyacente están experimentando un error de sincronización. Cuando percibimos algo, la información viaja simultáneamente por dos vías cerebrales: una rápida que crea una sensación inmediata, y otra más lenta que contextualiza y archiva. El déjà vu ocurre cuando la vía lenta se activa primero, y entonces el cerebro interpreta erróneamente una experiencia presente como un recuerdo». Esto ha sido testado, siguió, por estudios con resonancia magnética funcional, que muestran como si el cerebro estuviera consultando urgentemente sus archivos para un recuerdo que no existe, creando la paradoja de recordar el presente. Detuve el coche y pregunté: «¿Y por qué siempre viene acompañado de esa certeza absoluta?». Y la respuesta: «Porque implica a la amígdala, el centro del procesamiento emocional, y por eso el déjà vu no es solo un fenómeno cognitivo, sino profundamente emocional. No solo crees reconocer el momento, sino que lo sientes con una intensidad abrumadora». Yo quise pensar en otra tesis más misteriosa. Podría estar experimentando una superposición temporal, según la interpretación de muchos mundos de Everett, en la que cada decisión crea universos paralelos, quizás hubo una interferencia entre realidades contiguas, una ventana fugaz donde percibí otra versión de mí mismo recorriendo este mismo camino. Estaría recordando no mi pasado, sino mi futuro o mi presente alternativo. El déjà vu no era un error neurológico, sino una grieta reveladora en la matriz de la percepción, un instante donde el cerebro vislumbra por un segundo la verdadera naturaleza multidimensional de la existencia, en base al triggering event de Kamezí.

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