Opinión | A babor
Punto de no retorno

José Luis Ábalos y Pedro Sánchez, en febrero de 2020. / DAVID CASTRO
Este lunes el Gobierno decidió dos cosas. La primera, iniciar la liquidación del actual modelo judicial de garantías, quitando a los jueces de la instrucción penal para dársela a los fiscales. La segunda, dejar claro que esa decisión no es casual, ni técnica, ni jurídica, sino abiertamente política. El Gobierno la hace coincidir con la decisión fiscal en el caso del hermanísimo de Sánchez, pidiendo archivar la investigación. Y no porque no haya indicios más que suficientes de que se produjeron contratos públicos a dedo, a beneficio del hermano presidencial. Ocurrirá exactamente lo mismo cuando el juez hilvane la relación de Begoña con el dueño de Air Europa, financiador de sus negocios académicos y la implicación de Sánchez en esta suculenta tramoya, y decida seguir adelante con la causa. Y aunque ocurra –y esto es lo de verdad terrible– dará exactamente igual todo. Dará igual que haya grabaciones, testigos, adjudicaciones amañadas, noches en San Petersburgo, coimas multimillonarias o chats explosivos. Dará igual que Ábalos –el hombre del saco del sanchismo– cante ya a los cuatro vientos cual ruiseñor en primavera, dejando al descubierto los vicios autoritarios del presidente del Gobierno. Dará igual que viceMontero no exija responsabilidades por el escándalo de Air Europa, sino señale a quienes se atreven a denunciarlo. Todo dará igual, porque la única prioridad del Gobierno es resistir.
Sobrevivir un día más, a costa de todo. La reforma del proceso penal es el último asalto del Gobierno a una democracia desvencijada. Es verdad que sistemas similares al que se propone existen en otros países, y que la decisión podría responder a un alineamiento con el modelo europeo. Pero se trata de otra milonga: lo que se pretende es amputar la independencia judicial, eliminar a los magistrados incómodos y confiarlo todo a una Fiscalía jerárquica, domesticada, servil. Una fiscalía a la que se regala un año más de vigencia para «asegurar su independencia». Una Fiscalía que, Sánchez aclaró con desparpajo, «depende del Gobierno». Vaya si depende.
La coincidencia entre la presentación de la reforma y la petición de exoneración del hermano no es casual. Es mensaje y advertencia: institucionaliza el blindaje penal del poder. Si alguien lo duda, que observe con cautela el otro frente de tormenta: Air Europa. Se trata de un escándalo colosal, en el que el Gobierno inyecta dinero público en una operación de Estado que salva a una aerolínea en quiebra –y de paso a su principal accionista venezolano–, sin exigir ni control ni condiciones. Todo se hace con una absoluta opacidad, ocultamiento del desempeño de la mujer del presidente enamorado, intermediarios que engrasan al poder y desprecio total a las instituciones europeas, que llevan meses pidiendo explicaciones. Pero ni Montero ni Sánchez dicen ni pío. Coinciden en la concepción sanchista de que el poder no se explica: se ejerce.
Y mientras aquí observamos atónitos el baile, Ábalos escribe. Lo suyo no son las páginas de un diario íntimo, sino la crónica política de un carrusel de traiciones, insultos, miserias, órdenes perversas y extorsiones. Sus mensajes –autorizados por él, vaya ridículo a quienes acusaron al PP y Vox de montar la filtración– describen un sistema de control total, de vigilancia al adversario y al compañero, de chantajes cruzados, de miedos y sumisiones. ¿Y qué hace/dice/piensa el PSOE? Nada: Sánchez lo ha destruido y silenciado. Ahora es el partido de la omertá institucional.
En fin, se ha dicho que la política española vive un proceso de degradación democrática. Pero esto de ahora no es ya siquiera degradación: es pura descomposición. El Gobierno manipula las leyes, neutraliza los contrapesos, compra el silencio del sistema con subvenciones y recurre a la Fiscalía como escudo personal. Se ha cruzado un umbral que no admite ya retorno. No hay regeneración posible sin ruptura. No hay vuelta atrás mientras el poder siga secuestrado por quienes lo ejercen sin límites ni conciencia. Sánchez es la encarnación perfecta de un cesarismo amoral. Pero el problema va más allá: el sanchismo contamina todas las instituciones, infecta el ecosistema político, mediático y jurídico, y nos revela una nación anonadada que normaliza que el presidente se pase el Parlamento por el arco de triunfo, ignore la Constitución, criminalice a los jueces que hacen su trabajo, insulte a la oposición desde el escaño, y se niegue a explicar el uso de fondos públicos. Porque le da la real gana.
¿Y Europa? Europa resulta cada vez más molesta. Incordia cuando cuestiona la opacidad del rescate de una compañía aérea, cuando pregunta por qué no se investiga a fondo el contrato del hermano o los negocios de la mujer del presidente, cuando señala los atropellos institucionales que aquí ya ni siquiera escandalizan… Pero Sánchez no sabe/no contesta. Mientras no peligre el cheque de Bruselas, puede permitirse despreciar a Von der Leyen, a la Eurocámara y a quien se le ponga por delante.
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