Opinión | Un carrusel vacío
La amabilidad

La amabilidad / Julio
Me gustan las personas amables. Dicho así, puede parecer una obviedad, pero lo cierto es que no resulta una virtud tan común como podríamos pensar. El mundo está lleno de jefes abusones, de vecinos que no saludan, de clientes maleducados, de falsos amigos.
Detrás de todos estos seres de ultratumba respira, constante, la prepotencia. Según la Real Academia, «prepotente» significa «que abusa de su poder o hace alarde de él». Pero se trata de un poder ficticio, en muchas ocasiones: un poder del que solo son conscientes ellos mismos. Por ejemplo, todos hemos sido víctimas alguna vez de los desaires de algún camarero desabrido. No me considero una clienta maleducada: cuando me he quejado por algo, siempre lo he hecho con prudencia, respetando a los trabajadores. Pero si la comida está rancia y, en vez de recibir una disculpa, el camarero te mira como si te fuera a tirar el plato a la cara, está haciendo gala de un poder que no tiene, porque un negocio no funciona sin clientes. Incluso si se trata de un lugar muy concurrido, cuidar a la clientela debería ser fundamental, porque el éxito, en gran parte, funciona gracias al tradicional «boca-oreja». Del mismo modo, he sido testigo de cómo algún cliente hablaba a un camarero como si fuera un esclavo.
En mi trabajo de profesora, también me he encontrado con situaciones desagradables a lo largo de mi vida. A pesar de ser funcionaria en el sistema público, he topado con personas que, por tener algún cargo, hablan a sus compañeros como si fueran jefes de la empresa privada y pudieran despedirlos cuando les diese la gana –otra vez, haciendo gala de un poder que realmente no tienen–. Y con familias de alumnos que, de nuevo, tratan a los profesores como si fueran esclavos de sus hijos. En unas décadas, hemos pasado de considerar al profesor como una figura digna de admiración y del mayor de los respetos a alguien que debe servir a los niños y adolescentes y merece ser vapuleado. Desde luego que el docente es el primero que debe respetar a su alumnado y ser ejemplo para transmitirle esos valores. Cuando yo era alumna, recuerdo que en mi colegio había un profesor que despreciaba a los alumnos de Humanidades y prácticamente nos insultaba, o no dudaba a la hora de espetarnos que «estábamos ahí porque se nos daban mal las ciencias, por inútiles». Por supuesto que eso es denunciable. Pero del mismo modo, no puede consentirse que yo, como profesora, no pueda responder un correo de una madre el mismo día en que me lo manda y, cuando salga a la calle, esa señora me asalte con malas maneras y exija atención inmediata, incluso fuera de mi horario laboral. Y eso por no hablar del momento en el que entro en una clase y encuentro alumnos comiendo, bebiendo, repantigados con los pies encima de la mesa…
Al principio de esta columna, me refería a la amabilidad, pero, a medida que voy escribiendo, me doy cuenta de que aludo a algo más básico: el respeto. Los prepotentes son, en realidad, personas maleducadas. Me conformo, simplemente, con que nadie me falte al respeto. Encontrar a alguien que, además, te brinde una sonrisa, es, cuando menos, maravilloso. Mira que cuesta poco sonreír, usar un tono de voz cálido con tu interlocutor y demostrar que el mundo no es un lugar tan frío. Y no hablo de esa gente hipócrita que exhibe una sonrisa falsa y perenne en el rostro, como si fuera el Joker. Las sonrisas falsas son incluso peores que la antipatía. Recuerdo, al llegar a este punto, a una chica que frecuentaba mis círculos sociales. Tenía unos ojos fríos como el hielo y sonreía, siempre sonreía, y hablaba con una voz suave, venenosa. A mí me generaba inquietud. Pareciese que, mientras esgrimía esa sonrisa tenebrosa y te dedicaba palabras bonitas, acariciara un cuchillo que podría clavarte en cualquier momento. Me lo clavó, aunque de una forma metafórica, y lo cierto es que no me sorprendí, porque su sonrisa hablaba por sí misma. Las sonrisas verdaderas terminan en los ojos, y aquellos ojos transmitían odio, envidia y muchos más sentimientos negativos.
La amabilidad no debe confundirse con la hipocresía, ni con el espíritu sibilino de los aduladores. Hay una frontera muy fina, pero visible. Tampoco significa sumisión. No podemos perder la dignidad ni dejarnos avasallar por evitar el conflicto, porque, entonces, nos convertimos en carne de cañón para los prepotentes. Estos son profesionales a la hora de distinguir a las personas que no se rebelan: no atacan a quienes les hacen frente; se ceban con la gente tímida, con baja autoestima, bondadosa o solícita. Son su presa. Y ellos, los cruentos depredadores.
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