Opinión | A babor
La próxima bala
El rechazo al gas fue un error estratégico que hoy estamos pagando. El gas habría permitido su transición hacia un modelo más limpio, sin la fragilidad que supone mantener funcionando grupos de fueloil con más de 40 años

Barcelona 22/04/25 Sociedad. Imágenes de calles totalmente oscuras y actuación policial durante la noche del lunes 28 de Abril, tras el apagón eléctrico. Zona: eixample, consell de cent. Locales totalmente apagados y algunso con velas. Otros con problemas para cerrar las persianas eléctricas. Turistas en la calle esperando a encontrar una solución para seguir su viaje. AUTOR: MANU MITRU
Hace menos de una semana, la ministra de apagones, Teresa Ribera, respondió sobre las causas del cero energético en La Palma con una declaración absolutamente idiota: dijo que la caída no tuvo nada que ver con las energías renovables porque, en ese momento, «prácticamente no había potencia renovable conectada a la red». Supongo que lo hizo con intención de ayudar a sostener la narrativa gubernamental sobre el apagón nacional, pero en Canarias esa explicación resultó tan surrealista e innecesaria como si hubiera dicho que no fue cosa de los extraterrestres, del volcán o de un cortocircuito intencional de Anselmo Pestana.
Resulta cínico que el Gobierno insista en que los apagones canarios no tienen que ver con las renovables. Pues claro que no: tienen que ver con décadas de renuncia a la planificación, con normas que no se adaptan al territorio, con una burocracia que asfixia cualquier proyecto y con unos políticos que lo fían todo al relato. Pero las palabras no mueven turbinas.
En Canarias, la totalidad de los últimos apagones ha sido provocada por una maquinaria de generación más que obsoleta y por unos sistemas de distribución sobrecargados, obligados a funcionar por encima de su capacidad teórica. Aquí no tenemos –ojalá– un problema de exceso de renovables. Lo que tenemos son infraestructuras eléctricas que se caen a pedazos. Sistemas insulares, aislados, pequeños, envejecidos, alimentados mayoritariamente por combustibles fósiles, con centrales térmicas cuya vida útil se estiró más de la cuenta y con redes de distribución incapaces de soportar fallos sin consecuencias catastróficas.
Y esto no es una teoría ni una especulación: es la realidad técnica de nuestros seis sistemas eléctricos insulares –Lanzarote y Fuerteventura están interconectadas, como algún día lo estarán Tenerife y La Gomera– que funcionan como pequeñas islas dentro de la isla energética nacional. La diferencia con el sistema peninsular es estructural. En la España continental, cuando hay un pico de demanda o un fallo técnico, se compensa con energía generada a cientos de kilómetros gracias a una red mallada, interconectada y flexible. Aquí, un generador que falla supone un apagón inminente. Los responsables del sistema eléctrico llevan años advirtiendo del colapso que viene. Por no poder, no hemos podido siquiera cambiar con rapidez las unidades quemadas.
Con la red sobrecargada y en mal estado, generadores de cuando Franco era cabo (desde los años ochenta, las únicas piezas que se han cambiado son las que han ardido), y sistemas en los que no se ha invertido en décadas, lo que tenemos en las islas son seis bombas de relojería. La Palma vivió la semana pasada su tercer apagón total en menos de dos años. En los últimos cinco, ha habido ceros en Tenerife, La Gomera, El Hierro y Lanzarote. No es casualidad, es consecuencia. El resultado de la dejadez de sucesivos Gobiernos, más preocupados por la narrativa que por la seguridad del suministro, y de los errores cometidos cuando el ministro Soria decidió que lo urgente y necesario –también en las islas– era favorecer la competencia entre grandes empresas.
Los problemas de fondo son muchos, pero el más grave es, sin duda, un marco legal y económico que desincentiva la renovación de infraestructuras. Las eléctricas no invierten porque no saben a qué atenerse. La retribución por los costes de generación en los sistemas extrapeninsulares depende de una maraña de normas del Estado, de la Comisión del Mercado y la Competencia y de Red Eléctrica, tan opaca, lenta y arbitraria, que impide la modernización. La competencia, aquí, es una ficción: ¿cómo lograr rentabilidad compitiendo en un sistema cerrado, sostenido por el resto de los españoles que pagan nuestra electricidad en sus facturas? Lo que tenemos no es competencia: es un modelo bloqueado.
El segundo bloque de problemas es político. El Ministerio se inspira en un modelo energético único, ignorando las particularidades de los sistemas insulares. Aquí, el coste del transporte, la imposibilidad de compartir excedentes con otros territorios y la dependencia casi total del fuel hacen inviable cualquier transición energética que no parta de esa singularidad. Pero lo único que se ha hecho con esa singularidad es usarla como excusa para la inacción. Ni gas, ni hidrógeno. Sólo parches.
El rechazo al gas fue un error estratégico que hoy estamos pagando. El gas habría permitido su transición hacia un modelo más limpio, sin la fragilidad que supone mantener funcionando grupos de fueloil con más de 40 años. Pero el gas se convirtió en tabú, y con él se fueron las inversiones. Se prometió que las renovables lo solucionarían todo, pero ni se han desplegado como es debido, ni hay una red capaz de absorberlas con seguridad.
El apagón de La Palma no es una anécdota. Es una advertencia. Y lo será el siguiente, que no tardará en llegar. Porque este es un sistema al límite, en el que cada avería es la bala de una ruleta rusa.
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