Opinión | Anagrama

Teotista y los cardenales

VATICAN CITY (Vatican City State (Holy See)), 08/05/2025.- Cardinals gather on a balcony of St. Peter's Basilica to watch newly elected Pope Leo XIV speak from the central loggia of Saint Peter's Basilica, Vatican City, 08 May 2025. (Papa, Cardenal) EFE/EPA/GIUSEPPE LAMI

VATICAN CITY (Vatican City State (Holy See)), 08/05/2025.- Cardinals gather on a balcony of St. Peter's Basilica to watch newly elected Pope Leo XIV speak from the central loggia of Saint Peter's Basilica, Vatican City, 08 May 2025. (Papa, Cardenal) EFE/EPA/GIUSEPPE LAMI / GIUSEPPE LAMI / EFE

La primera vez que Astrid pisó la serranía de Coro, aún no había cumplido los treinta. De regreso de Aruba, donde había asistido a un congreso de poesía que se disolvió en fiestas de ron, decidió cruzar el país buscando un lugar de silencio y piedra. En esa época, me confesó hace apenas unos días, en el valle de Ucanca, entre nubes bajas y el zumbido del viento, llevaba consigo un cuaderno donde anotaba versos inspirados en García Márquez y Alejandra Pizarnik, fusionando la prosa mágica con la poesía del abismo.

Fue allí, en las lomas resecas del occidente venezolano, donde conoció a Teotista, un hombre de pocas palabras y mirada torcida. Vivía con su mujer en una cabaña simple, rodeada de aves cardenales y polvo rosado... polvo rosado que, según le contaría después Astrid a sus estudiantes, parecía transformarse en palabras cuando el viento lo arrastraba contra las paredes, como un palimpsesto natural que solo los iniciados podían leer. Pero lo extraño no era el paisaje, sino lo que ocurría cuando «ellos» venían.

Teotista y su mujer la acogieron con cortesía tosca. Astrid se presentó como profesora universitaria, pero él no mostró mayor interés. Solo le dijo: «Mi santa, vienen a verme... y cuando vienen, estoy ocupado». Le interrogaba Astrid: «¿Quiénes vienen, señor Teotista?», y él contestaba. «Los otros, pues. Ellos. Llegan en su nave. Yo siento la voz aquí, y me atormenta...», dijo Teotista tocándose con los dedos índice y medio las sienes, presionando hacia adentro.

«¿Telepatía?», preguntó Astrid: «No sé qué es eso, niña», repuso él, «Pero se siente como si me abrieran la cabeza con un cuchillo de aire». A Astrid le resonó inmediatamente un verso de Octavio Paz, en su libro Libertad bajo palabra, sobre las voces que no hablan con palabras sino con silencios, y sintió que estaba experimentando en carne propia lo que hasta entonces solo había analizado en sus clases sobre realismo mágico poético.

En la pared, una fotografía descolorida atrajo la atención de la poeta: los Bee Gees, sí, los tres hermanos Gibb (Barry, Robin y Maurice), sonriendo con Teotista en medio, como si fueran viejos amigos. Robin Gibb, el más esotérico del grupo, fue efectivamente un entusiasta del fenómeno ovni. En varias entrevistas (como en The Sunday Times, 1997) habló de su interés por «las vibraciones del universo», los campos energéticos de ciertos minerales, y llegó a afirmar que algunas de sus composiciones venían dictadas por «presencias». En 1992, según registros menores pero documentados en revistas alternativas británicas como Fortean Times, viajó a Sudamérica buscando «zonas de cuarzo y líneas telúricas». Se sabe que visitó Argentina y Perú. No es descabellado que también haya pisado el occidente de Venezuela y, concretamente, la zona de Coro en la que vivían Teotista y su mujer.

Astrid no sabía qué pensar. Recordó que en un viaje anterior, había visto cuarzo transparente sembrado como escarcha sobre la tierra roja de esas colinas. «Eso vinieron a buscar», le dijo Teotista en voz baja, «Yo les preparo el aterrizaje. Pulo las piedras. Ellos necesitan esa vibración».

La mujer de Teotista, harta, no quiso hablar más que una vez: «Cuando ellos lo llaman, los techos tiemblan. No veo irse a Teotista, pero cuando vuelvo la vista, ya no está. Y cuando regresa, huele como si viniera del hierro».

Todo esto me lo relató Astrid hace apenas unos días, aquí mismo, en el valle de Ucanca. Estábamos sentados al pie del Teide, cuando el viento le voló una página de su cuaderno de notas y entonces ocurrió el episodio final: «Tenía una botella de agua en mi mochila», me dijo de pronto, con la cara desencajada, «acababa de sacarla del maletero, la metí con cuidado en la mochila. Pero cuando me senté contigo... ya no estaba. Ni en el coche, ni en el suelo». Astrid recitó a Rulfo, con la voz entrecortada por el viento de Ucanca: «Nada puede durar tanto, no existe recuerdo por intenso que sea que no se apague». No era olvido, la botella se desmaterializó. No quedaba otra. Buscamos juntos, entre risas nerviosas y cierto silencio reverente. Pero nada. Insistió: «Esa agua estaba cargada. Acababa de contar todo esto. Había sentido una emoción fuerte. Estaba justo escribiendo un verso sobre Teotista... y se fue».

Jung sabría qué hacer con este hecho simbólico. Yo no supe qué decirle. Tal vez el cuarzo aún vibra. Tal vez ellos vinieron a buscar la carga emocional de un recuerdo. O tal vez, simplemente, la poesía tiene sed.

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