Opinión | Retiro lo escrito

El Papa, Batman y el silencio

El Papa León XIV llega a la residencia de Santa Marta en el Vaticano

El Papa León XIV llega a la residencia de Santa Marta en el Vaticano

Cuando falleció el papa argentino estallaron una miríada de vídeos y memes. La mayoría se realizan ya por Inteligencia Artificial. Quizás pudieron disfrutar ustedes de uno en el que Jesús y Francisco reían a carcajadas mientras volaban entre nubes con un fondo de luminoso azul. Acto seguido, sin duda para refrescarse y sin dejar de flotar. Jesús –un combinación de surfero de El Médano que se bañara y el alcalde de La Laguna que no pareciera dormido– le ponía un vaso de agua al difunto, pero con un golpito le transformaba en vino. Francisco aprendía enseguida y también se encargaba una copita. Detrás aparecía de la Virgen María, entre divertida y avergonzada, ay estos hombres que no saben celebrar ni una resurrección sin morapio. El final es lo más aterrador: el Hijo de Dios pone su mano sobre la cabeza del expapa y este se va rejuveneciendo y en pocos segundos vuelve a tener veinte años.

Hace ya muchos años Woody Allen decía que el papa era una gran figura del espectáculo, pero no se trata exactamente de eso. En realidad es un personaje del espacio público mundial espectacularizado. Un personaje que van interpretando sucesivos intérpretes, quienes a su vez aportan pequeños matices y cambios epidérmicos, pero sin traicionar su esencia dramatúrgica central. Es como Batman: los rasgos centrales del personaje y su biografía sentimental han sido interpretados por Michael Keaton. Ben Affleck, George Clooney, Robert Peterson y una veintena más de actores en el cine y la televisión. Pero todos son Batman, como todos los papas son el Vicario de Cristo. En ese sentido el catolicismo es imbatible. Ya en el siglo XIX se percató de que su condición de espectáculo con casi 2.000 años de función ininterrumpida puede ejercer y ejerce una enorme fascinación que los secretos ocultos llevan hasta lo morboso: las claves ceremoniales de una liturgia envuelta en plata y oro, la paleta de colores de indumentarias, banderas y manteles, las normas injustificadas, el alivio de la falta de transparencia en un mundo obsesionado por transparentarlo todo, las joyas de un excepcional patrimonio artístico como escenografía y atrezzo cotidiano. Ninguna organización eclesiástica puede ofrecer esto: un líder religioso en permanente contacto con la Divinidad que al mismo tiempo es jefe de un Estado con embajadas y delegaciones en casi todo el mundo y que sostiene, perfectamente en serio, que Dios está en todas partes, pero atiende en Roma.

El catolicismo vaticano ha devenido, por lo tanto, la religión más compatible con el capitalismo de la vigilancia. ¿Qué otra confesión podría alimentar con contenidos audiovisuales tan intensos –propios y ajenos– los medios de comunicación, las redes sociales, la industria de guiar toda atención a la fugacidad del espectáculo que gira sobre sí mismo incesantemente? Solo debe tener cierto cuidado, pero ya le cogió el tranquillo después de Juan XXIII, y la dupla Juan Pablo II-Benedicto XVII instituyó los límites: "Cambiar muy lentamente y solo para seguir siendo nosotros mismos". La Iglesia Católica –toda su compleja arquitectura doctrinal y su férreo principio de autoridad– no puede cambiar porque, en ese caso, entraría en una crisis de identidad que acabaría con la legitimidad de su legado, con su funcionalidad, sin duda con su propia existencia. A los papas (muy) moderadamente reformistas seguirán otros (bastante) moderadamente conservadores y así hasta el fin de los tiempos.

La renuncia principal es el silencio. Y sin silencio no hay práctica espiritual posible. Como señala con precisión admirable un sacerdote católico, Pablo d´Ors, "sin silencio, las palabras no se escucharían, sin silencio no hay Dios". Imagino en un par de meses la plaza de San Pedro hundida en la madrugada, libre de ruidos, discursos, silbidos, rezos, cánticos, anuncios, aplausos, gritos, esperando que se escuche en la tenue brisa la palabra del Dios que ya no podrá resucitar.

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