Opinión | A babor
Democracia selectiva

Reunión del presidente del Gobierno, Pedro Sánchez con las principales compañías eléctricas tras el apagón que afectó a toda la Península Ibérica / MONCLOA
La democracia ha sido definida durante siglos con decenas de adjetivos. La Historia nos habla de democracias parlamentarias, presidencialistas, representativas, participativas, liberales, refrendarias, populares… En realidad, casi cualquier sistema de gobierno ha sido calificado como «democrático» por sus creadores. Con Franco tuvimos una democracia «orgánica», en la que los órganos en cuestión eran los genitales del dictador. La Europa del telón de acero inventó la fórmula de las democracias «populares», que acabaron con el conducator Ceaușescu más agujereado que la bandera de Rumanía. Otros dictadores, en la orilla ideológica opuesta, hablan de democracia «nacional», en la que los intereses y objetivos de la patria prevalecen. ¿Quién determina cuáles son esos intereses? Muy sencillo: el tipo que manda.
Pero bajo el manto sagrado de la democracia adjetivada, muchas veces nos han dado gato por liebre. Uno imaginaría que ya no pueden colarnos más definiciones. Pero no es así. Ahora tenemos una democracia «selectiva»: un sistema que impulsa la consulta a los ciudadanos… a veces. Según le convenga al líder. Se trata de un modelo nuevo e imaginativo, una aportación del talento resistente de Sánchez. El inquilino monclovita cree ahora en la participación ciudadana. Tanto, que ha decidido abrir una consulta pública sobre la opa del BBVA al Banco Sabadell. Y mientras, en el mismo día y el mismo país, el presidente rehúsa someter a votación en el Congreso un gasto adicional de diez mil millones de euros en Defensa. Cosas veredes.
Más milagros de la democracia «líquida», al estilo Moncloa: los ciudadanos pueden opinar sobre las condiciones de una compleja operación bursátil –de la que la inmensa mayoría ni ha oído hablar–, pero no sobre los grandes acuerdos que afectan a la soberanía nacional, el modelo de Estado o su arquitectura territorial. La amnistía, por citar un ejemplo, no pasó por las urnas. Tampoco la financiación singular para Cataluña. Ni el volantazo diplomático sobre el Sáhara. Ni ahora este rearme obligado que compromete recursos a largo plazo y del que se niega al Congreso cualquier pronunciamiento. El argumento es que el gasto militar no requiere votación porque ya está comprometido con Bruselas y la OTAN. Tampoco hace falta votar los presupuestos. Sánchez no cree que haya que votar nada en lo que pueda perder. La participación parece importar solamente cuando es inocua, cuando sirve a lo que se pretende o permite disimular la absoluta ausencia de transparencia en las decisiones.
No es solo cuestión de formas. Las formas provocan perplejidad, pero el fondo es aún más inquietante: se está consolidando una práctica autoritaria en la que el presidente decide por su cuenta y riesgo cuestiones fundamentales sin pasar por las urnas ni por las Cortes. Un modelo de gobernanza que no cree en la deliberación ni en el contrapoder, sino en la propaganda. La Moncloa no gobierna: gestiona relatos. Si los hechos no encajan, se cambian los hechos o se ocultan. Si el Parlamento molesta, se lo ignora. Si la ciudadanía no aplaude, se le ofrece un formulario digital para que se sienta escuchada.
¿Y el Congreso? Ni siquiera los socios del Gobierno saben muy bien qué están votando cuando se les pide apoyo genérico a unas políticas que luego se concretan en gastos ocultos o compromisos opacos. Y eso por no hablar de la leal cuadrilla de diputados culiparlantes al servicio de su señorito. El Gobierno sanchista ha convertido la participación en una coartada estética que sacrifica la neutralidad del Estado a pactos asimétricos, sin dar explicación alguna. La democracia ya no es representación ni control: es encuadre, imagen. Puro relato. Cada vez, de forma más desparpajada y obvia, se dinamita el procedimiento mientras se edulcora la forma. Se pregunta a la ciudadanía lo irrelevante, mientras se le niega el derecho a decidir lo importante. Es el arte de la consulta sin consecuencia, del diálogo sin escucha, de la transparencia sin verdad.
Y no estamos ante una anomalía puntual. Es ya un patrón, que se repite en decenas de decisiones: lo vimos con la amnistía, con la ley de vivienda, con los estados de alarma inconstitucionales, con el plan de recuperación europeo, los presupuestos o el cambio en las políticas de defensa. El poder real ha sido desplazado del Parlamento al Palacio, de la ley al decreto, de la deliberación a la campaña, y del debate público al tuit con apenas dos líneas de argumentario. Sánchez nos habla de democracia avanzada, de gobernanza inclusiva, de modernización institucional. Todo es palabrerío y cosmética, mientras las decisiones relevantes se adoptan en petit comité, los acuerdos se cierran entre bambalinas y el Congreso se convierte en un teatro con menos poder que la Comisión Nacional del Mercado de Valores.
Si esto es participación, que baje Rousseau y lo vea…
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