Opinión | Acoplarse
Inés Martín Rodrigo
Estaremos bien

Todo va bien / Barbara Rey
Cada vez que viajo por motivos de trabajo, la literatura, el periodismo, mi hermana me pregunta, no por teléfono, pues es imposible que encuentre el hueco para esa llamada, la existencia de las madres transcurre al ritmo acelerado que determina el cuidado de sus hijos, sino mediante un breve mensaje, si me ha acompañado L. «¿Está L. contigo?» o «¿Ha ido L. contigo?» suelen ser las variantes de una cuestión que busca una respuesta tranquilizadora, la seguridad de que a mí, su hermana mayor, no me pasará nada, allá donde esté, y, de sucederme, estaré acompañada. «Mejor, así no estás sola», responde ella si le digo que sí, que L. ha venido conmigo donde sea, aunque, a lo largo de los muchos años que llevamos haciendo vidas distintas, ella la suya, yo la mía, ha habido ocasiones en las que he estado a punto de mentirle cuando en realidad estaba sola, y así me sentía.
Pero soy incapaz de mentir, ni siquiera en su vertiente piadosa, cuento, incluso, más de lo que debo, como si las palabras que se arremolinan en mi interior cual torrente descontrolado necesitaran salir, buscar otro cauce distinto, el de los demás, hartas de la falta de reposo, de calma, ansiosas por buscar otras realidades a la que significar, más luminosas que mi oscuridad, semántica y vital. Me cuesta dejar que la luz me alumbre, huyo de ella, vivo en un estado de apagón permanente, en la penumbra, hasta escribo así. También quiero de ese modo, sintiéndome permanentemente insatisfecha, frustrada, nunca es suficiente, lo conseguido, el reconocimiento, las sinceras alabanzas, los halagos. Y han de quererme así, no doy otra opción. No es fácil estar a mi lado, compartir mis desvelos, no siempre nocturnos, y saber que hay días en los que lo único que se me puede decir es te quiero, aun sabiendo que no servirá de nada, que recibiré esa frase como si fuera el emoji del pulgar hacia arriba. L. lo sabe y, a pesar de ello, me sigue acompañando, en los viajes de trabajo y en la vida, sin dudas ni condiciones, por muy irracionales, y dañinos, que sean algunos de mis pensamientos, de mis comportamientos. Es extraordinaria, y su amor también, paciente mientras sujeta la puerta del baño en el tren, pues a mi fobia a los ascensores se suma la de quedarme encerrada en los baños públicos, pero ella lo aguanta, me aguanta, me sostiene. Incluso cuando no la dejo que lo haga, dispuesta a salir en mitad de la noche a buscar una farmacia de guardia mientras la migraña me hace vomitar hasta perder la conciencia, sensible a mi desánimo, nunca condescendiente.
Soy afortunada, lo somos, las dos, desde hace ya casi diez años. Nos acoplamos, tuvimos esa suerte, le dije hace poco, charlando sobre una pareja de amigos que se quieren bien, y mucho, pero no se encuentran, la distancia les separa. A L. ese verbo, acoplar, no le gustó, pero yo le expliqué que fue eso lo que hicimos, nos adaptamos, la una a la otra, nuestros gustos, manías, caracteres, los amigos, las familias, encajamos las dos únicas piezas de ese puzzle que se descolocará, claro, muchas veces, es la vida, pero tendrá solución, eso sí, y todo irá bien. Estaremos bien.
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