Opinión | Tribuna abierta
Decir «amor» cuando se debe decir «cariño»

La cofradía del Amor Misericordioso y su paso. / Andrés Gutiérrez
Una amiga me ha pedido que le escriba una carta de amor para un concurso literario. “Tú tienes imaginación para eso” me ha lanzado como alabanza previa a una repetición diaria que, cansada del asedio, me obligue a rendirme ante sus deseos.
Una carta de amor pero ¿dirigida a quién? Si en realidad, esa impostura, como tal, ni siquiera existe. Puede rellenar conversaciones huecas, provocar pomposas ceremonias, crear poemas cursis o películas con final feliz… que sé yo, puede aparecer, banalmente, en la mayoría de actividades de cualquier momento del día pero… ¡no por ello, ser real!
Porque aquí, por lo menos en este país, la única y verdadera razón del uso de semejante invento lingüístico sería para definir el entrañable apego que cada uno de sus casi cincuenta millones de moradores, sentimos por nosotros mismos, un profundo afecto propio del que podemos presumir, una fascinación esotérica que nos convence de que merecemos todo aquello que anhelamos por ser ventajoso, apetecible y provechoso, dentro de una existencia feliz y sin complicaciones, de la que nos consideramos acreedores; un horizonte lo más alejado posible de sacrificios, responsabilidades o chantajes emocionales (que hay que estar, también, atento a semejante extorsión emocional).
Diferente sería que me hubiese pedido una carta sobre el cariño porque, entonces sí, podría yo escribirle tal relato contando encuentros que nacen creando un hilo invisible pero fuerte como el acero que nos mantiene unidos a ese otro hasta que, con la misma serenidad con que ha llegado, se aleje para siempre. Bien porque la vida obliga o bien porque la muerte separa. Igual que las estaciones, que aparecen, nos dejan lo más valioso de su naturaleza y nos abandonan sin sentir culpa. Y es en esa especie de cuerda irrompible, donde se mecen nuestros sentimientos, cada día, silenciosamente, creeremos escuchar, como si de verdad sonase, el aliento de los días, de una relación o de la propia vida que, en su final rememoramos en un suspiro, como necesitando carga extra de aire para dejar tras de si una soledad que, instalada en el alma, añorará lo que no pudo ser o a quien, ahora, nos falta.
Cuando nos encariñamos, nace una ligazón eterna, que lo será desde su comienzo hasta vernos atrapados en el sinsentido de seguirle los pasos a alguien porque se asemeja en el caminar a él o a ella, que nos hace recordar aquel otro cabello, aquel otro cuerpo o su forma de moverse y que, aún sabiendo que no puede ser él o ella, durante unos segundos, los que dura la ilusión que nos guía y mientras, incluso, percibimos su olor, sentiremos que nos pertenece, como ese arrebato irrenunciable, ese sentimiento eterno que no tiene opuesto.
Y al que, los que entendemos de la tristeza de la soledad, conocemos, simplemente, como “cariño”. Porque tal pasión, tal anhelo imposible de describir, únicamente se puede llamar así y ser tan real que ni necesita presumir de un antónimo propio como tal oxímoron que sería el desamor.
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