Opinión | A babor

La gran mentira

La realidad es que el sostenimiento de la economía isleña depende cada vez más del aporte extranjero. Basta hospedarse en un hotel, visitar una obra o acudir a un hospital para comprobarlo

El sector turístico emplea a más de 12 millones de personas y supone el 10% del PIB europeo.

El sector turístico emplea a más de 12 millones de personas y supone el 10% del PIB europeo. / EP

Canarias es una tierra mestiza, una encrucijada donde se mezclaron a partir del Siglo XV los bereberes convertidos en aborígenes, los colonos europeos, los esclavos moriscos y decenas de miles de emigrantes americanos que llegaron cargados con su acento, costumbres e hijos. Los estudios genéticos confirman que el 75 por ciento de nuestra población actual es de ascendencia europea, pero un 22 por ciento procede del Magreb y el resto del África subsahariana. Dicho de otro modo: ni únicos, ni originales, ni mucho menos racialmente puros: somos de todo y de todos, hijos de mil leches. Y es esa –sin duda– nuestra primera seña de identidad.

Sin embargo, desde múltiples altavoces se insiste en vendernos el mito de la amenaza exterior. La ultraderecha sueña con una Canarias cerrada, homogénea, autárquica, desconectada del mundo y protegida de la invasión extranjera. Pero, ¿qué hay más canario que la mezcla? ¿Negamos nuestras raíces para construir un discurso excluyente? Este pueblo mestizo, forjado a lo largo de siglos por el cruce de linajes y culturas, parece hoy empeñado en olvidarse de su origen. Amnésico y acobardado, se deja llevar por un relato falso que culpa al de fuera de las desgracias que padecemos o nos depara el futuro. Lo de fuera es, en realidad, una parte sustancial de lo que somos. Y sin los de fuera, no tenemos futuro.

La principal paradoja de nuestro tiempo es que mientras crece el rechazo social a la inmigración, Canarias se enfrenta a un colapso demográfico sin precedentes. El problema no es que vengan muchos y no quepamos. El problema real es que cada vez somos más viejos. Si se cumpliera el sueño húmedo de la ultraderecha –y de una parte no menor de la ciudadanía–, Canarias debería ser un territorio socialmente homogéneo, donde no hubiera extranjeros trabajando, ni jubilados foráneos tostándose al sol, ni migrantes africanos en las costas. Una tierra racialmente pura y autosuficiente. Y probablemente muerta.

La gravedad de nuestra situación demográfica no se explica por que las islas sufran una invasión migratoria, sino por un silencioso e inexorable colapso. Un reciente informe de PwC, demuestra que si no se corrige la tendencia al envejecimiento, Canarias perderá 812 millones de euros de PIB cada año hasta mediados de siglo. Veinte mil millones en apenas 25 años, como resultado de tener la más baja tasa de fecundidad de España –23 nacimientos por cada mil mujeres– y una población cada vez más longeva, que superará pronto los 93 años de esperanza de vida. Cada vez menos niños, cada vez más ancianos. Más necesidades, menos economía.

Frente a este diagnóstico inapelable, que sólo resuelve la llegada de trabajadores de fuera, crece un discurso que abomina del extranjero que ocupa puestos en la construcción, la hostelería o los cuidados, donde no hay reemplazo local, y mira con recelo al jubilado europeo que consume aquí bienes y servicios con su pensión. Un discurso que se agita con fines políticos, cada vez que llega un cayuco, olvidando el hecho demostrado de que la gran mayoría de quienes desembarcan no quieren quedarse aquí, sino seguir camino a Europa. La confusión deliberada entre trabajador migrante y migrante en tránsito, entre jubilado comunitario que gasta y subsahariano que huye, es el trampantojo de nuestro tiempo. El Gobierno de Canarias coquetea con una Ley de residencia que limitará la instalación de foráneos, mientras amplias capas sociales repiten como mantra que los extranjeros «nos quitan el trabajo». Pero… ¿qué trabajo? ¿El que los canarios no quieren o no pueden realizar?

La realidad es que el sostenimiento de la economía isleña depende cada vez más del aporte extranjero. Basta hospedarse en un hotel, visitar una obra o acudir a un hospital para comprobarlo. La economía de los cuidados, cada vez más vital para atender a una sociedad envejecida, ya está en manos de trabajadoras en su mayoría extranjeras. Y el turismo, motor de nuestro PIB, sobrevive gracias a una fuerza laboral mixta, multilingüe y, en un porcentaje elevado, venida de fuera.

Desde 2001, la población extranjera en Canarias ha aumentado un 167 por ciento, pero este crecimiento, lejos de ser escandaloso, es el más bajo del país. Aún así, políticos de distinto signo asumen como propias las banderas del populismo: prefieren alimentar la idea del «exceso de extranjeros» antes que afrontar la verdad incómoda: sin inmigración, el Bienestar colapsará en Canarias. Por cada nuevo pensionista –y en la última década el gasto regional en pensiones ha subido un 87 por ciento–, hace falta un joven cotizando. Y ese joven, en muchos casos, no será de aquí. Será de Colombia, de Italia, de Senegal, de Polonia, Venezuela o Marruecos. Nos guste o no, será alguien que vino buscando una oportunidad, y que ahora sostiene –literalmente– nuestros hospitales, nuestros hoteles y nuestras pensiones. Y quien diga que eso puede cambiar nos miente.

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