Opinión | Reflexión
Mercè Marrero Fuster
La vida es una métrica

Tamara Quintero en la sede de Down Tenerife. / Andrés Gutiérrez
«Todo lo que no aprenda en los primeros seis años será imposible que lo integre durante su vida. Debéis tomaros muy en serio el aprendizaje de vuestra hija». Y el psicólogo se quedó tan pancho, después de soltar esta afirmación a la familia de una recién nacida con síndrome de Down. Los padres no tenían suficiente con hacerse a la idea del cambio vital al que debían adaptarse, sino que, después de esa sesión de terapia, también tenían que enfrentarse a una cuenta atrás. ¿Por qué seis y no catorce? Ah, jamás lo sabremos, pero está claro que los números y la necesidad de cuantificar las cosas dan tranquilidad a parte de la población e intranquilidad a la otra.
La anécdota, que sucedió hace décadas entre cuatro paredes de una consulta, hoy daría para grandes titulares ansiosos de clickbait: «Las diez cosas que tu hijo debe aprender antes de los seis (si no quieres que sea un desgraciado)». Admito avergonzada que soy pasto del clic fácil y que caigo como una mosca ante sentencias como: «Las tres cremas poderosas para tu piel madura», «Las cinco afirmaciones para lograr una paz mental duradera» o «Los siete ejercicios milagrosos para tonificar tus glúteos». La dictadura de la métrica.
Soy una clasicona que continúa llevando un reloj del siglo pasado. Una amiga de mi hija me dijo que tenía dificultad para leer la hora en ese formato y yo me sentí una bro del Pleistoceno. Lo bueno de mi fósil es que vive ajeno (y, por tanto, yo también) a los pasos que doy, las calorías que consumo o el ritmo cardiaco que alcanzo durante una sesión de bicicleta. La mayoría de gente de mi alrededor vive bajo el yugo de cuantificarlo absolutamente todo. Lucen dispositivos carísimos y sofisticados que rastrean signos vitales, índices de glucosa o de ácido úrico. Ahora nos ponemos alarmas para saber cuándo ha finalizado nuestro periodo de ayuno intermitente y necesitamos saber las horas que dormimos, la calidad y la cantidad de veces que hemos tenido sueños REM, el ritmo de los latidos de nuestro corazón y cómo está nuestra presión arterial. Conocí a una escritora famosa que me confesó que salir a cenar le generaba ansiedad porque suponía restarle horas de sueño. Ella necesitaba un mínimo de siete y tenía claro que anteponía su descanso a cualquier cita social. Siete. Ni una más ni una menos. Amén.
De momento, no necesito guardar mis entrenos ni compararlos con los de la semana pasada para valorar mi evolución, o involución. Me da igual no llegar a mi objetivo de pasos diarios y trato de hacer caso omiso a las calorías que ingiero (abandonaré ese comportamiento en 2026). Hace poco estuve en Londres y descubrí, para mi desgracia, que las cartas de todos los restaurantes recogían, junto con la descripción de alérgenos, el número exacto de calorías. Algunos lo llaman información y yo lo llamo el final del placer de engullir una hamburguesa con queso y extra de beicon.
La persona con síndrome de Down aprendió a atarse los zapatos a los ocho. A lavarse los dientes a los siete. A hacer la cama a los once y a colorear formas sin salirse de la raya a los cuatro. Lo importante es que lo hizo a su ritmo.
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