Opinión | La Calle Nueva

«El clásico hedor a rojo»

Israel mata a 58 palestinos en Gaza, incluida una familia de seis miembros, en las últimas horas

Israel mata a 58 palestinos en Gaza, incluida una familia de seis miembros, en las últimas horas

Durante años, durante todos los años que duró la eterna posguerra española, en mi barrio, y en todos los barrios de España, se vivió en silencio el dolor duradero que trajo, y para siempre, aquella tragedia.

Españoles de una ideología o de otra se entremataron a las órdenes de quienes consideraron que era tiempo para la guerra y no era tiempo para la paz. En Europa, en el mundo, en España, como si fuera ante un toque de corneta, el mundo se puso a buscar el modo de romper la vida, a burlarse de la palabra libertad, a hacerse trizas entre todos para que, en aquel momento frágil como el de ahora, dejaran de existir la esperanza y la libertad.

Cualquiera de nosotros, los que nacimos en la inmediata posguerra civil, teníamos nociones de lo que había pasado, pero eso no estaba en los libros de texto, ni en los almanaques, ni los maestros se atrevían con el tema mayor, el más dañino, de nuestra historia reciente.

Cuando se celebraron en las ciudades y en los barrios lo que entonces se llamó los veinticinco años de paz, había en las casas, en mi casa lo había, un silencio estrictamente sepulcral, pues en sepulcros, pero también en cunetas, se guardaba la triste pregunta de un misterio: por qué los mataron, por qué los persiguieron, por qué los encarcelaron… Por qué hubo la guerra, quién la quiso, quién la quiere… Se puede decir hoy, y no en voz baja: quién la quiere…

En Canarias, donde no hubo guerra como tal, o hasta allí no llegó, aunque allí empezara la sublevación de Franco, hubo matanzas, encarcelamientos, persecuciones, burlas. La gente tenía miedo a los yugos y a las flechas. Eso convirtió aquella pantomima, los veinticinco años de paz, en otro recordatorio de las esencias horribles de lo que había pasado y de lo que, entonces, pasaba en forma de persecución o de cárcel cuando no, otra vez, en forma de pena de muerte.

Las cárceles de todo el país, las persecuciones, las multas, todo lo que pasaba venía de un fielato horrible: la burla de la libertad, la persecución de los sospechosos, y todos, hasta los huidizos, los inocentes o los cobardes, éramos sospechosos.

La palabra rojo («el clásico hedor a rojo») perseguía a los que no guardaran el silencio fiel a la nueva España, la que había nacido de aquella persecución a quienes no se mostraran fieles a la nueva ley obligatoria: la de la fidelidad a Franco y a la delegación de sus órdenes, a las que se unieron los dictámenes de la Iglesia.

En mi tierra ha habido a lo largo de los años, desde que se pudo, reivindicaciones de los perseguidos del pasado, y se han escrito o dicho historias que rescatan para el futuro lo que, en los años precedentes, los de la dictadura, fue persecución o muerte. Recuérdese que la muerte, la pena de muerte, acompañó al Caudillo como una estrategia contra los culpables. Incluso cuando ya estaba próxima su propia muerte, él presidió la matanza final, la que firmó como si estuviéramos en mitad de la contienda que él mismo había alimentado.

Todas estas consideraciones que ahora escribo me acompañan volviendo de Málaga, donde nació y vive un escritor formidable, Antonio Soler, hijo de una mujer que, en febrero de 1937, cuando era una muchacha, hizo con otros ciudadanos malagueños el viaje más duro de aquella guerra. Ella y miles, de huidos, obligados a golpe a golpe de cañón o de pistola, fueron a refugiarse en Almería para aliviar allí lo que ya literalmente era invivible en la tierra de sus casas. Muchos, muchísimos, fueron acribillados desde el aire y desde el mar, como pájaros huyendo de una lluvia sin clemencia.

El recordatorio de aquella horrible metáfora de lo peor de la guerra está ahora en El día del lobo (Espasa Calpe), donde Soler visita ese horror con todo detalle. En este tiempo de las guerras (Ucrania, Gaza, tantos lugares, tanta sangre) la lectura de aquel momento terrible de la España de la que somos, nos devuelve, también a los que no habíamos nacido, al estupor que produce la descripción minuciosa de este escritor que vivió años de su vida (nació en 1956) las historias que sus parientes, y sobre todo la de su madre, que le fueron narrando aquella diáspora. Su libro dispara hoy el estupor que causa la evocación del asesinato múltiple ordenado contra los que se fueron huyendo. Y a veces parece escrito para hoy y, eso es terrible, también para mañana.

Hay en el libro, desde el principio al final, explicaciones de los sucesos, referencias de lo que se dijo entonces y que ahora, en todo el mundo en guerra, se repite como la amenaza de lo que ya pasó. Soler recoge mucho dolor de palabra y obra. Me detuve atónito ante muchas de sus citas o recuentos.

Esta que él subraya de un texto del ultra Luis Antonio Bolín, protagonista de las peores sentencias de la época, me dejó la amarga evidencia de lo que ahora también se dice y se celebra cuando se habla, ¡iotra vez!, de los indeseables rojos: «Profanaron la catedral. De cuanto vi en Málaga aquel día nada me horrorizó de modo más profundo. (…) El espacio interior estaba ocupado, en su totalidad, por una horda repugnante hacinada en la mugre y la porquería, con las capitales laterales infectadas y los míseros petates tirados por el suelo. Un niño muerto yacía al pie de una columna; un hedor insoportable –el clásico hedor a rojo– se extendía por las naves».

La combinación de mentira y más mentira hecha para denigrar a aquel que, huyendo de la persecución y del dolor, tanto solo quería la vida. Ahora esto lo vemos en Gaza, y ya lo vivimos aquí, en este país también; tal como está escrita en la obra de Antonio Soler, esta es una advertencia que no tiene que ver sólo con lo que ya pasó, sino con lo que está pasando. Y con lo que pudiera pasar.

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