Opinión | Un carrusel vacío
Al borde del fin del mundo

Al borde del fin del mundo / Vostoky
Hoy he soñado con la casa donde viví hasta los seis años. Estaba en Carabanchel Bajo: el popular barrio madrileño que últimamente está adquiriendo fama de bohemio. La ventana de mi dormitorio daba a un tejado lleno de gatos cuyas luchas solía presenciar. Cuando llovía, las gotas de agua resonaban contra las tejas como si alguien tirara piedras desde el cielo.
En el sueño, me encontraba en mi habitación y miraba el tejado a través de la ventana. Tenía mi edad actual y me acompañaba una amiga con la que charlaba animadamente de algo que no recuerdo. De repente, descubrimos en el cielo unos horrorosos nubarrones verdes, como si estuvieran cubiertos de lodo. Presentí que iba a suceder algo terrible y, tras unos segundos, las nubes descargaron lo que parecía una tormenta. Pero era algo peor: una especie de terremoto que sacudió el suelo y las paredes y nos lanzó por los aires a mí y a mi amiga. Pensé que iba a ser el fin del mundo.
Desde hace muchos años, tengo dos pesadillas recurrentes: en la primera, estoy en una playa y diviso, en el horizonte, un tsunami. En la segunda, estoy tumbada en el campo y es de noche; contemplo las estrellas. De pronto, el firmamento, con todos sus cuerpos celestes, se cae sobre mí. Pues bien; en los últimos tiempos, estas pesadillas se han vuelto más frecuentes. Creo que es porque, desde hace años, nos han convencido de que vivimos en un escenario «preapocalíptico». Que la Unión Europea recomiende preparar un kit de supervivencia para estar prevenidos ante posibles ataques nucleares no resulta algo precisamente tranquilizador. Que Trump haya vuelto a la presidencia de EE. UU., menos.
Hace unos años, cuando empezó la guerra en Ucrania y Putin demostró su claro desequilibrio mental, viví unas semanas aterrorizada ante la perspectiva de una tercera guerra mundial. Cada día, los medios publicaban reportajes sobre hipotéticos conflictos desarrollados con bombas atómicas, los consecuentes inviernos nucleares y cómo afectaría esa guerra a cada parte del mundo. Me costaba dormir por las noches. Tenía la sensación de ser una marioneta en manos de unos cuantos locos; la sensación de que el mundo era la marioneta de esos locos. Y solo se podía reaccionar con impotencia.
Ha pasado el tiempo y la guerra continúa. Por duro que suene, creo que nos hemos acostumbrado a ese escenario del horror: hemos desarrollado un egoísmo de supervivencia que nos ha vuelto casi inmunes al dolor reflejado en las noticias que cada día se publican. Ocurrió algo parecido, a otro nivel, durante la pandemia por el Coronavirus. Recuerdo que, los primeros días, escuchaba cada mañana el parte con las cifras de muertos y me estremecía. Una mañana, dejé de escucharlo y me sumí en las rutinas desarrolladas durante mi confinamiento: el ejercicio diario, las series, la escritura y la lectura…
Quizá por eso mismo, la recomendación de la Unión Europea o los reportajes sobre la construcción de refugios nucleares no me golpearon de lleno, como sí habría ocurrido hace años. Trato de convencerme a mí misma, en esta cuerda floja, de que a los tipos que gobiernan el mundo les queda el suficiente grado de cordura como para no ponerse a lanzar bombas nucleares a diestro y siniestro, aunque sea por puro interés personal, porque a ellos también les alcanzaría el desastre. Ya serían ganas de destrozar el mundo y sus propias vidas. Tampoco me inquietó demasiado la amenaza del meteorito con posibilidades de chocar con la Tierra.
Hace unas semanas, una amiga comentó que, en caso de desatarse una guerra nuclear, lo mejor sería morir con la primera bomba para no tener que sobrevivir en el escenario apocalíptico que quedaría después de eso: ciudades destruidas, falta de luz eléctrica y de agua corriente, frío constante… Yo no lo tengo tan claro: creo que los seres humanos estamos preparados para adaptar nuestra mente a los peores escenarios. Situaciones inimaginables, como la muerte de un ser querido o una enfermedad terrible. Si pensamos en los prisioneros de los campos de concentración nazis o en los franquistas, por ejemplo, nos asombra descubrir cómo esas personas fueron capaces de sobrevivir, tanto física como emocionalmente, a condiciones infrahumanas. Aunque prefiero no hacer elucubraciones, en caso de apocalipsis, creo que elegiría vivir siempre. Escribió Lorca: «Lo que más me importa es vivir».
Sin embargo, por algún lado tiene que salir la tensión que inconscientemente vamos acumulando. De alguna manera, no podemos olvidar la extrañeza de vivir en un mundo que parece encontrarse siempre al borde del final. Y entonces, nacen las nubes verdes.
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