Opinión | Observatorio
Joan Cañete Bayle
Las lágrimas de Elsa Schneider

Las lágrimas de Elsa Schneider / El Día
En una escena de Indiana Jones y la Última Cruzada, Indy se encuentra con el mismísimo Adolf Hitler en una ceremonia multitudinaria de quema de libros. Ha acudido hasta Berlín en busca del diario de su padre, que la historiadora Elsa Schneider le ha robado con malas artes. En su encuentro en Berlín, Schneider se muestra al borde del llanto, muy afectada por la quema de libros a la que los nazis se dedican con pasión. «Cuando se queman libros, pronto se quemará a personas», parece pensar Indy, quintaesencia del héroe americano cool, citando al poeta alemán Heinrich Heine, que no escribió la frase en referencia a los nazis (murió en 1856), sino en una escena de quema de ejemplares del Corán por conquistadores españoles en Granada.
Quemar libros por motivos políticos e ideológicos se ha visto siempre como un acto propio del autoritarismo. Los libros se pueden quemar de forma física o de forma figurada. La más conocida es la censura, la previa y la posterior a la publicación, y la autocensura que generan determinados ambientes académicos, sociales y políticos. También se puede atacar a los escritores por asuntos que, en apariencia, no tienen que ver con su obra. El Comité de Actividades Antiestadounidenses hizo estragos en los círculos intelectuales estadounidenses durante la Guerra Fría por su investigación de actividades subversivas y antipatrióticas.
En China, la Revolución Cultural de Mao Zedong atacó de forma preferencial a los profesores, a quienes consideraba reaccionarios, contrarrevolucionarios y enemigos del pueblo. Para purificar el comunismo, el régimen de Mao sostenía que eran los obreros y campesinos quienes debían liderar el país, no los académicos. A tal fin, los Guardias Rojos, muchos de ellos estudiantes, se lanzaron contra sus profesores, que sufrieron palizas, asesinatos, torturas y encarcelamientos masivos en centros de reeducación. Hubo cierre de escuelas, universidades, bibliotecas y centros de investigación. Y, por supuesto, se quemaron muchos libros en ceremonias públicas de purificación del comunismo.
Resulta llamativo comprobar las semejanzas entre la Revolución Cultural y la opinión que las instituciones académicas le merecen al vicepresidente de Estados Unidos, J. D. Vance. «Los profesores son el enemigo», ha dicho Vance, autoproclamado líder del EEUU de los trabajadores blancos de clase media baja. La cita no es suya, sino de Richard Nixon, otro azote de las élites universitarias a cuento de las manifestaciones estudiantiles contra la guerra de Vietnam. Como Mao, Vance considera que las élites académicas lideran el mundo a través de sus ideas y que despojan del poder a quienes trabajan con las manos. El hecho de que los buenos sueldos dependan de la titulación obliga a los más humildes (blancos, se sobrentiende) a endeudarse para dar a sus hijos una educación que, en realidad, lastima sus propios intereses en asuntos como la discriminación positiva o la supremacía de la ciencia sobre la religión. Además —argumenta—, esas élites académicas impiden la difusión de otras ideas a través del fenómeno de la cancelación, lo que atenta contra las libertades.
Desde el otro lado de la brecha ideológica, se defienden otras formas de quemar libros. A J.K. Rowling, por ejemplo, no se le quemaron ejemplares de Harry Potter, pero sí se calcinó su reputación y su obra en la plaza pública donde hoy se abrasa a ideas y personas: las redes. El libro sobre el asesino José Bretón ha sido quemado virtualmente antes de ser leído, por tanto no por lo que dice, sino por la decisión del escritor de haberlo escrito sin haber contactado con la exesposa de Bretón antes, durante y después de su trabajo. Entre los argumentos contra su publicación, se ha escrito desde trincheras de izquierdas que los libros no deben ser objetos sagrados a proteger.
Esta semana, Donald Trump ha atacado a la Universidad de Harvard en la línea de flotación: la financiación. Según el expresidente, la universidad recluta a «izquierdistas radicales, idiotas y cabezas de chorlito». En una palabra: antiamericanos, según su definición de buen patriota, tan personal como la del buen comunista de Mao. Si los libros no deben protegerse por principios, o si solo proteges los tuyos, hogueras como las de Berlín lo arrasarán todo. Incluidas las personas, como escribió Heine. Y después lloraremos como Elsa Schneider.
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