Opinión | A babor
El papa que quiso parecer de izquierdas

Velas junto a una imagen del papa Francisco en El Vaticano, este lunes. / EFE
Fue el primer papa latinoamericano, el primer jesuita, y el primero en conjugar púrpura y márketing evitando definirse más de la cuenta. Bergoglio pasará a la historia probablemente más por lo que dijo que por lo que dejó sin hacer. Hablaba de los pobres, vivía con modestia y llamaba a la ternura, pero nunca tocó una coma de los dogmas de la Iglesia. Probablemente le gustaba parecer algo zurdo, pero su biografía es la de un obispo cuidadosamente conservador. Un hombre poliédrico y cargado de contradicciones, un ser humano único, un católico lampedusiano que quería cambiar la Iglesia –más bien su imagen– y ejerció de equilibrista procurando que no viéramos que caminaba sobre cuerda floja, amarrado a esa soga de seguridad que es la fe.
Bonaerense del 36 –un año nefasto–, hijo de inmigrantes italianos, su biografía es tan jesuítica como ambigua. Entró a la Compañía en plena efervescencia postconciliar, pero desconfiaba de la teología de la liberación. En los años más oscuros de la dictadura argentina, se mantuvo en ese terreno indefinido que permite lo clerical: nunca denunció los excesos criminales de la Junta, pero tejió su propia red de protección. Se le reprocha tibieza o se le alaba prudencia. Él optó por el silencio, una virtud no teologal, pero muy católica.
Como arzobispo de Buenos Aires cultivó la austeridad, viajando en guagua, viviendo en un minúsculo apartamento y lavando los pies a prostitutas y yonquis –eso sí, solo los Jueves Santos–. Más franciscano que jesuita en los gestos, y más jesuita que franciscano en los hechos, fue el jefe de una Iglesia nacional que bendecía uniformes milicos con la misma energía con que condenaba el aborto y la homosexualidad.
Su elección como papa en 2013 fue una jugada sorpresiva de la maquinaria cardenalicia. El pontificado del agotado y doliente Benedicto había sido tan doctrinalmente impecable como pastoralmente insípido. La Iglesia necesitaba carisma, cercanía, una cara amable tras los escándalos de abusos sexuales y la putridez vaticana. Bergoglio llegó en el momento justo, con el discurso preciso y un apellido adecuado para reconciliar Roma con su mayor granero de católicos devotos. Había que aferrarse a América Latina, con un papa que –se creía– iba a ser el Maradona del catolicismo.
Y algo cambió. Francisco pidió perdón a las víctimas de abusos, denunció la corrupción vaticana, hizo limpieza en alguna covacha financiera, impulsó cierta transparencia de agua bendita, reorganizó dicasterios y habló como nunca se había hecho en la Iglesia de medio ambiente, migrantes, capitalismo salvaje, consumo adocenado o cultura del descarte. Laudato si’ quedará como el primer manifiesto ecológico de un papa, y Fratelli tutti, como una encíclica garibaldina, mitad franciscana, mitad peronista.
Pero la Iglesia es la Iglesia: más allá del envoltorio, el contenido no se puede mover mucho. Francisco siguió sin ordenar mujeres, siguió considerando pecado el mariconeo (la expresión es suya), mantuvo el celibato obligatorio y no avanzó una higa en reforma doctrinal sobre sexualidad, género o bioética. Cambió el tono, suavizó la letra y tiró de paños tibios en asuntos que precisan bisturí. Fue más un ejercicio de comunicación que una revolución. Sustituyó el latín vaticano por un español con guiños lunfardos. Se metió a los medios en el bolsillo de la sotana con frases lapidarias y gestos algo impostados de cura de pueblo. Renunció al palacio apostólico, viajó en utilitario, usó zapatos gastados en vez de mocasines di pelle vachetta. Y fue el primer papa tuitero, el primer pontífice pop, aplaudido por cristianos que nunca van a misa.
Su pontificado fue una transición. Francisco no reformó; despresurizó. Aplazó el colapso, moderó el discurso, amortiguó los golpes. Como buen jesuita, ganó tiempo y mantuvo el control mientras los templos se vaciaban, las vocaciones menguaban y la vieja maquinaria vaticana seguía funcionando como siglos atrás. Eso sí, llenó el Colegio Cardenalicio de perfiles afines. Apostó por África, Asia y su América para reducir el peso de los ricos en la elección del sucesor. Como quien deja la mesa puesta para evitar una involución inmediata. En el próximo cónclave sabremos si lo consiguió.
Francisco fue incómodo para los reaccionarios y decepcionante para los reformistas. Tal vez nunca pretendió ser más que eso: un mediador. En un mundo polarizado, eligió el centro. Prefirió la amabilidad a la cirugía. Quiso parecer de izquierdas, pero gobernó la silla de Pedro y su imperio de fe respetando los sótanos de Roma. Quizás ese sea su legado: demostrar –en este tiempo insensato– que un reformismo tibio, de zapatos viejos y viajes en Fiat, puede ser más útil y transformador que el despertar woke o su eco trumpiano.
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