Opinión | Retiro lo escrito
La mojiganga vaticana

Un hombre reza en la plaza de San Pedro, en El Vaticano. / EFE
Una vez le preguntaron al gran historiador Leopold von Ranke qué es lo más parecido a un papa. «Otro papa», contestó inmediatamente. Ranke lo sabía muy bien. Había escrito una Historia de los Papas en la época moderna a mediados del siglo XIX que aún hoy es muy interesante. En su estudio Ranke había tratado al Papado como fenómeno histórico que era. No una institución inmutable, sino una politeia que había atravesado un proceso largo y complejo: desde la defensa de un ideario religioso y la invención de una organización eclesiástica de vocación universal hasta el combate por cimentar un poder político, territorial y simbólico, ampliarlo y defenderlo por la espada, la pólvora y la corrupción más sórdida, por la diplomacia, la guerra y el asesinato. La identidad a la que se refirió en su respuesta se relacionaba precisamente con el papel del papa: el papel de una autoridad suprema vinculada con la divinidad, cada vez más sustraída al control de los fieles y más endogámica, opaca y capciosa.
Ya uno ha visto en acción a cinco papas. El único reformista real fue el anterior a todos ellos, Juan XXIII, que con escándalo e inicial oposición de los cardenales decidió convocar un concilio para abrir un diálogo –con la máxima exigencia participativa– entre la Iglesia católica romana y el mundo contemporáneo. A su muerte presidió las sesiones hasta el final Pablo VI, un papa hamletiano de duda permanente entre la belleza de la tradición y los peligros del cambio. Y nada más. La élite eclesiástica adivinó –y quizás no les falló el instinto– que el poder religioso y material del catolicismo se hundiría si ese aggionarmento no era convenientemente refrenado, y así se hizo. Una cosa es pedir disculpas por la condena eclesiástica a Galileo y otra admitir que Dios es una hipótesis innecesaria para avanzar en el conocimiento del Cosmos, por ejemplo. Ratzinguer, sin duda el mayor teólogo católico del siglo XX, lo tuvo clarísimo: la Iglesia corría un peligro de desidentificación, de reducirse a una opción ideológica entre otras. Había que recuperar la excepcionalidad de la enseñanza de Cristo y su incompatibilidad con los devaneos filosóficos, sociales e incluso artísticos del mundo moderno y posmoderno. Había que recuperar la autoridad.
La lección principal que se tomó de Juan XXIII fueron sus dotes retóricas, su estilo de liderazgo, su carisma humilde, sencillo, casi rural. Para un político actual lo esencial es buscarse un personaje que encarnar y que encaje en el cruce de relatos y preocupaciones de su sociedad. Los papas se transformaron en figuras políticas desde el llamado Papa Bueno. Fue un formato afortunado de manera que han existido otros dos papas buenos y sencillísimos posteriormente: el fugaz Juan Pablo I y Francisco. Ninguno de los dos ha sido un reformista y solo se puede reconocer el genio mediático de Bergoglio y sus asesores consiguiendo que se le despida como un renovador. Francisco comprendió antes incluso de ocupar la silla de San Pedro que basta con tener un lenguaje progresista y reformista para parecerlo, aunque seas un monarca absolutista en el Vaticano o tengas chalet con piscina en Galapagar. Por eso los líderes políticos lo adoraban o lo detestaban: porque lo reconocían automáticamente como uno de los suyos. Pero los verdaderos cambios doctrinales o pastorales en el interior de la Iglesia católica fueron muy pocos. Francisco no era un intelectual como Benedicto, ni un reformista como Juan XXIII, ni un contrarreformista tozudo y retrógrado como Juan Pablo II. Era un papa funcionarial, con sus ratos de gracia escénica e ingenio marketinero, que solo molestaba a los que se tomaban en serio la mojiganga vaticana. Hizo bien su trabajo: mantener las estructuras de poder y control sin parpadear y distraer al personal, católicos o no, como un buen producto audiovisual.
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