Opinión | El recorte
Humo negro, humo blanco

'Fumata negra' en el Vaticano
Fue mi primera experiencia de la visita al pequeño Estado del Vaticano. Hacía un calor de justicia y crucé el espléndido puente de Victorio Emanuelle II para desembocar en la Vía della Conciliazione que conduce a la plaza de San Pedro. Y ahí, exhausto, me senté en una cafetería para tomar un refresco y, ya puestos, una tapita. Cuando me trajeron la cuenta comprendí que había salido de Roma para entrar en Disneylandia. Me pusieron dos banderillas y un rejón.
La muerte del jefe de ese Estado ha provocado una tormenta informativa en un planeta donde hay mil y tantos millones de católicos. Muchos de ellos, seguramente, no han visitado esa ciudad Estado de apenas cuarenta hectáreas donde se concentra una cantidad de riqueza y de patrimonio artístico inabarcable. No sería extraño si no fuera porque quienes dirigen el cotarro predican, de acuerdo a sus principios fundacionales, la pobreza. «Ve, vende todo lo que tienes y dalo a los pobres, y tendrás tesoros en el cielo. Luego ven y sígueme», dicen ellos que dijo Jesucristo. Pues bien, parece que no le han seguido.
El papa Francisco, de nombre civil Jorge Bergoglio, fue un jesuita. Y antes y después de su muerte se le ha considerado un representante del ala progresista de la Iglesia. No es que sea difícil serlo en una institución que ha durado dos milenios precisamente por la fortaleza inamovible de sus principios. Pero echando la vista a su legado no parece que hayan cambiado demasiadas cosas en una Iglesia que mantiene el sacerdocio como una competencia exclusiva de los hombres. Ya lo dijo Timoteo: «la mujer debe aprender en silencio y con toda sumisión. No permito que la mujer enseñe ni que ejerza autoridad sobre el hombre; debe estar en silencio». Un tipo liberal, el tal Timoteo, discípulo de San Pablo.
Visitar el Vaticano, espléndido y limpio, al contrario que el resto de las sancochadas calles de Roma, debería ser obligatorio. Permite ver el corazón mercantilizado de una organización que no solo atesora las mayores riquezas artísticas del mundo, sino que gestiona fondos de inversión y empresas multimillonarias. Y eso que es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja a que un rico entre en el reino de los Cielos.
La muerte del papa Francisco, por otra parte un tipo entrañable y futbolero, como buen argentino, ocurre en un mundo sacudido por traumáticos cambios políticos, sociales y tecnológicos. Un mundo donde la guerra sigue más presente que nunca. Donde sobreviven dictaduras y regímenes autoritarios, como el propio Estado del Vaticano, por cierto, donde su jefe del Estado es desde hace dos siglos «infalible» por dogma –o sea, que jamás se equivoca– y donde nadie puede trabajar si no profesa la fe del jefe.
Es absurdo negar que la Iglesia, o al menos una parte de esa organización, desarrolla una labor social inconmensurable. Es justo la parte que menos tiene que ver con el poder que en este mismo momento se estará moviendo para la elección de un nuevo papa al que le tocará reinar en un planeta sacudido por las incertidumbres. No quiero asustarles pero, según las profecías, quedan solo dos papas antes del apocalipsis. Que elijan uno joven, coño.
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