Opinión | A babor
francisco pomares
Construir no es pecado
Se anuncian promociones que tardan años en ver la luz, planes que se redactan y reescriben antes de poner un solo bloque, y normas que parecen pensadas para que nunca ocurra nada. Pero las necesidades no desaparecen. Se multiplican.

Arona rechaza la construcción de 1.180 viviendas de VPO
Llevamos años instalados en una absurda paradoja: denunciamos la falta de vivienda y nos quejamos por la expulsión de los jóvenes y las clases medias de los centros urbanos, pero en cuanto alguien propone levantar un edificio, nos echamos las manos a la cabeza. Cuando la construcción es en altura, se trata de una grave agresión al paisaje. Si se trata de viviendas unifamiliares, se deplora el impacto sobre el territorio. En este clima de rechazo colectivo a la construcción, las políticas de vivienda se han convertido en un campo minado donde cada ladrillo supone una derrota. Solemos decir que en Canarias padecemos una situación insostenible, pero este no es un problema exclusivo nuestro.
Desde Berlín a Buenos Aires, desde Moscú a Ciudad del Cabo, la escasez de viviendas asequibles en una epidemia mundial. Y en la mayoría de los casos, la raíz del problema es común: oferta insuficiente de vivienda pública, precios disparados por la especulación financiera, y una ideología ambiental que, en nombre de la sostenibilidad, bloquea el crecimiento urbano. El resultado es un cóctel explosivo de frustración social, desigualdad y populismo normativo.
En Canarias, ese cóctel se nos sirve a diario: los precios del mercado libre están fuera de cualquier lógica, la vivienda protegida brilla por su ausencia, y cada vez son más los ayuntamientos que padecen el empobrecimiento estructural de sus poblaciones: familias que no pueden quedarse en su barrio, jóvenes sin capacidad para emanciparse, trabajadores obligados a vivir a horas del lugar donde trabajan. En lugar de atacar la raíz del problema –la escasez de suelo urbanizable, las trabas burocráticas, la resistencia publica a la promoción inmobiliaria– optamos siempre por soluciones milagreras: leyes de residencia con impuestos disuasorios, moratorias turísticas eternas y planes de vivienda sin ninguna vivienda.
Ése es el contexto en el que se ha consolidado una tendencia casi mística que convierte cualquier propuesta de construcción en un sacrilegio. Construir es destruir, se nos dice. Construir supone una afrenta al medio ambiente. ¿De verdad? ¿Lo es también comer tres veces al día? ¿Vestir ropa que alguien fabrica? ¿Usar la energía que alguien produce? Porque todo eso contamina, todo afecta al ambiente, todo produce carbono… El problema, en realidad, no es construir: sino construir mal.
Pero es difícil superar uno de los discursos más extendidos y de más éxito en nuestras Islas, el de que «no cabemos». Quizá no quepamos porque no dejamos construir. No nos permitimos un uso más razonable del espacio, no queremos edificios en altura –ese demonio de todos los urbanísmos–, asumimos como modelo la casita unifamiliar con jardín y barbacoa, posiblemente ideal para Texas, pero no para un archipiélago con recursos limitados. El sueño burgués de la vivienda dispersa, horizontal, ecológica, integrada en el entorno, queda bien en las postales, y los discursos, pero no es sostenible para una población en crecimiento.
Cada vez que se frena un proyecto de construcción de vivienda, lo que hacemos no es proteger el medio ambiente, sino alimentar la exclusión. La ciudad que no crece, se pudre. Cuando no se construye vivienda asequible, lo que surgen son guetos invisibles de precariedad y migración obligada. Todo esto era antes tan obvio…
En Canarias, las restricciones urbanísticas y medioambientales, y el pánico de los políticos a discrepar de cualquier colectivo movilizado, está asfixiando la posibilidad de mejorar el parque público de viviendas. Se anuncian promociones que tardan años en ver la luz, planes que se redactan y reescriben antes de poner un solo bloque, y normas que parecen pensadas para que nunca ocurra nada. Pero las necesidades no desaparecen. Se multiplican.
No se trata de abrir la veda a la especulación, se trata de entender que construir no es un lujo, es una urgencia. Porque no hay sostenibilidad sin cohesión. Porque el verdadero ecologismo no puede ser el del quien ya tiene una casa y se opone a que otros la consigan. El de quienes creen que proteger el territorio significa convertirlo en reserva de rentistas.
Hace falta un nuevo consenso, un espíritu público que asuma que la vivienda es una infraestructura básica, un derecho como el agua, la energía, el pan o la justicia. Y para eso, hay que construir. Construir en altura donde sea posible. Densificar el suelo urbano. Rehabilitar si se puede, pero también edificar. Y hacerlo rápido, sin tantas trabas, con más ambición y menos miedo.
Si no, seguiremos atrapados en nuestra contradicción más absurda: defender la naturaleza condenando a miles de personas a dormir bajo techos precarios y a marcharse porque no pueden pagar una vivienda digna. Confundiendo la defensa del medio ambiente con la parálisis. Proponiendo ocurrencias milagreras en lugar de políticas. Construir es necesario. Ninguna sociedad progresa sin hacerlo.
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